Flores de escarcha

Miguel-Anxo Murado ESCRITOR Y PERIODISTA

OPINIÓN

Ed

13 mar 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Ha aparecido esta semana el Endurance, el barco de la expedición de Ernest Shackleton a la Antártida que se perdió hace más de cien años. Lo han encontrado en el Mar de Weddell, uno de los más gélidos del planeta, bajo una costra de hielo y a 3.000 metros de profundidad. El frío lo ha conservado en una eterna juventud, como esos cuerpos que aparecen de vez en cuando sepultados bajo la nieve de la alta montaña. Permanece intacto, en silencio, depositado en el fondo como una exhibición de museo. Incluso se pueden observar en el casco los boquetes que hicieron los hombres de Shackleton para sacar a toda prisa las provisiones, cuando el hielo que atrapaba el barco empezó a estrangularlo. Se fue a pique amortajado por las «flores de escarcha» que se habían formado en su casco y que, iluminadas con la luz lateral, al fotógrafo de la expedición le parecieron un sudario de claveles rosáceos.

La fama de la que goza hoy en día Shackleton fue tardía, porque ni murió heroicamente como Scott, ni triunfó como Amundsen. Ha sido necesaria una nueva mentalidad, que valora también los fracasos, para suscitar interés por sus expediciones fallidas. La del Endurance tenía por objeto llevar a los exploradores hasta la Antártida para atravesarla a pie, pero el barco quedó atrapado antes de que pudiesen desembarcar. A partir de ahí, la aventura consistió en realidad en volver, primero flotando a la deriva en una placa de hielo, disputándoles a las orcas la carne de foca; luego navegando precariamente en lanchas por las temibles aguas subárticas; y finalmente atravesando el duro relieve de la isla de Georgia del Sur, que es como cruzar los Alpes. En total: dos años. A veces, los nombres de los barcos parece que profetizan su destino, y la expedición del Endurance (Resistencia), acabó siendo eso precisamente: una prueba de resistencia sobrehumana.

Lo que más me ha atraído siempre de la peripecia del Endurance es su relación con el tiempo. Shackleton partió de Inglaterra en agosto de 1914, justo cuando acababa de estallar la Primera Guerra Mundial. De hecho, oficial de la Marina, quiso posponer el viaje, pero Churchill, que era entonces el Primer Lord del Almirantazgo, le envió un telegrama con una sola palabra: «Prosiga». En la escala en Buenos Aires los expedicionarios compraron los periódicos, que decían que se esperaba que la guerra durase seis meses a lo sumo. Y a partir de ese momento entraron en un hiato del tiempo que se prolongó a lo largo de esos dos años en los que no supieron nada del mundo exterior. Me conmueve esa idea de un puñado de hombres representando obras de teatro y recitando poemas para olvidar sus penalidades, casi los únicos europeos que vivían al margen de la guerra, preservada su inocencia por la hoja en blanco del hielo, mientras Europa se teñía del rojo de la sangre.

Cuando al fin lograron volver a la civilización, lo primero que escucharon Shackleton y los suyos fue la sirena de una factoría ballenera noruega, un sonido que andado el siglo sería el grito ominoso de todos los conflictos. Shackleton le preguntó al director de la factoría cuándo había terminado la guerra y quién había ganado. El noruego le miró asombrado: «No ha terminado. Han muerto ya millones. Europa se ha vuelto loca. El mundo se ha vuelto loco».

En su diario, Shackleton escribió que el Endurance le parecía a veces un ser vivo. El barco ha seguido otros cien años en la bendita ignorancia del hielo. Hasta que esta semana ha salido de su limbo para ver que de nuevo hay guerra en Europa.