Ocupados por entonces en los acontecimientos derivados de la inminente muerte del dictador Franco, y de los avances sobre Villa Cisneros de la Marcha Verde marroquí, habíamos ensombrecido nuestra atención a lo que sucedía en Portugal. Era noviembre de 1975, luego de la Revolución de los Claveles, nuestro día a día lo marcaba la expectación, el temor y la esperanza de lo que deseábamos liberarnos, una dictadura.
No existía para nosotros una idea más allá de la idealizada Europa occidental, y aquella otra oriental, lejana e inexpugnable, sometida al Pacto de Varsovia y a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. En nuestra geografía, en nuestros mapas, en las crónicas de los corresponsales de la agencia Efe o de la recién creada Colpisa, luego de las invasiones soviéticas de Hungría o Checoslovaquia en 1968, toda la atención estaba en Vietnam, recién derrotado EE.UU. en abril de 1975, y en el terror de Pol Pot y los Jemeres Rojos en Camboya. Nadie nos había explicado cabalmente el siglo XIX, ni tampoco el XX. Menos a Europa y al mundo. El colonialismo seguía vivo.
Ese mismo noviembre se consumaba la estabilización de la democracia en Portugal torciéndole el brazo al Movimiento de las Fuerzas Armadas, el MFA. La convulsa situación del verano de 1975, con la serie de golpes y contragolpes militares, se resolvía en noviembre de 1975, con el nombramiento de Ramalho Eanes como jefe del Estado Mayor y el papel singular de Melo Antunes. Pero junto a los capitanes de abril, como se respondería Bertolt Brecht, había sargentos y soldados, organizados con cierta proximidad al PCP de Cunhal. Muchos de ellos fueron expulsados del ejército, creándose situaciones difíciles, en un Portugal ya difícil social y económicamente, con la presión de 300.000 retornados de África, contada con toda intensidad por Dulce María Cardoso en El Retorno.
Ucrania tampoco era conocida para quienes vivíamos el fin de la dictadura. Desde luego, mucho menos que otros países del Imperio Austrohúngaro o del otomano. Galitzia, una sorpresa. Odesa, apenas las imágenes de El acorazado Potemkin, de Einsenstein, gracias a los nacientes cineclubes. O Crimea, un Sebastopol, base de la flota soviética, y los acuerdos de Yalta entre Stalin, Roosevelt y Churchill. Situaciones sin atención, como ahora la invasión de Ucrania por la Federación Rusa, tan avisada y desatendida. Dejando pasar Crimea, antes Georgia, luego el Dombás y ahora Ucrania entera. En torno al gran poder de la energía y sus intereses económicos y una satrapía rusa.
Una Ucrania que permitió a hijos de aquellos sargentos y suboficiales portugueses expulsados del ejército una formación académica en Jarkiv o Jarpov y luego en Odesa. Solidaridad que solo el conocimiento de la historia y la geografía política puede ayudar a propiciar y mantener. Sin repetir el abandono ominoso y reciente de Siria, por más que Ucrania sea Europa. Una Europa a la que también llega el Danubio.