Aunque sea por pocas horas, el drama de la guerra en Ucrania se ha visto matizado por noticias más esperanzadoras. Corresponden al traspaso de mando en el que Gabriel Boric asumió como presidente de Chile. El país austral experimenta una boricmanía, entusiasta revolución de expectativas en torno al que se ha convertido en el mandatario más joven de su historia.
No se entiende su ascenso sin el estallido del 2019, que fue el corolario de años de malestar que los chilenos expresaban bien a través de un creciente abstencionismo electoral, bien a través de manifestaciones estudiantiles contra una educación convertida en bien de consumo en el país más desigual de la OCDE. Ahora, uno de sus líderes llega a La Moneda en un contexto de recambio generacional, auge del feminismo y sensibilidad regionalista y medioambiental.
El candidato del bloque izquierdista Apruebo Dignidad, integrado por el Frente Amplio y un Partido Comunista del que no se descartan ejercicios de maximalismo, enfrenta, en su intento por sentar las bases de un estado de bienestar, una sobrecarga de demandas: una, de orden público, en la que convergen el conflicto mapuche, la crisis migratoria y la expansión del narcotráfico; y otra, la recuperación económica tras la pandemia.
En paralelo, una convención constitucional paritaria se encuentra redactando una nueva carta fundamental, que deberá aprobarse en un plebiscito de salida. Fue la respuesta que la clase política encontró para canalizar la crisis del estallido. Las señales que entrega anticipan la que podría ser la primera carta magna woke del mundo. Comienzan a alzarse voces de advertencia acerca de que las normas aprobadas por las comisiones estarían siendo incompatibles con un pluralismo que es consustancial a la democracia.
Por lo anterior, resulta una ironía que el adiós a ese neoliberalismo que simboliza la constitución heredada de Pinochet pueda pavimentarse sobre adoquines iliberales.