A estas horas, cada uno habrá desarrollado una teoría sobre el suicidio en directo de Will Smith, su rancio resorte de macho redentor, pero al reproducir en bucle semejante momento lo que engancha es el tipo de golpe que recibió Chris Rock y la manera en la que Smith lo ejecutó. Se podría desarrollar todo un tratado sobre la violencia de ese guantazo elástico que parece una coreografía y preguntarse primero por qué el actor cumplimenta una bofetada perfecta y no un gancho de derecha o una patada en la entrepierna, por qué abre la mano y reparte sus cinco dedos contra la cara del presentador, que encaja el calambrazo de humillación con la misma factura perfecta e inaprensible de una toma cinematográfica y el aroma de un duelo al amanecer.
Poco hemos sabido desde el domingo del agredido, pero, según el estándar cultural fijado por John Wayne, antes los hombres despachaban sus diferencias a puñetazos. Cuando el puñetazo derivaba en bofetada, el western derivaba en comedia y Wayne se desdoblaba entre Terence Hill y Bud Spencer. Antes de la de Smith a Rock, dos hombres negros sobre el escenario más escrutado del planeta, la bofetada más famosa del cine se la había propinado un hombre blanco a una mujer blanca. Como ahora le va a pasar al príncipe destronado de Bel Air, el legendario manotazo a Gilda se convirtió en el apellido de sus protagonistas y en un símbolo sometido a disección intelectual durante décadas. En aquella melena desplazada con violencia residía una forma de ser hombre que reaccionaba así ante una forma de ser mujer, un estándar que devoró a Rita Hayworth, que con los años confesaría: «Los hombres se acuestan con Gilda pero se levantan conmigo». El domingo, el señor Smith se levantó siendo Will Smith y se acostó siendo el tipo de la bofetada.