Sostiene Alfredo Conde que no es Semana Santa en esta parte de la cristiandad hasta que no lee mi columna en este diario referida a la semana de Pasión en Viveiro.
Debe ser que cada año, cuando estalla la primavera, me dejo llevar por un profundo sentimiento cofrade que brota temporalmente en el bosque de palabras que cada sábado conforman estos Nordés.
No es fácil transmitir este sentimiento en una sociedad laica que mira de reojo las manifestaciones religiosas o quiere verlas como un espectáculo colorista, folclórico o cuando menos antropológico.
Haber nacido en Viveiro, o en Zamora, y no digamos en Sevilla, Valladolid o Málaga, imprime carácter a la hora de vivir los días grandes de la Semana Santa.
Explicar cómo un pueblo de poco más de quince mil habitantes puede movilizar a cinco mil personas para participar activamente en los desfiles procesionales, con cientos de llevadores —en Viveiro se llama así a los costaleros—, bandas de música, de cornetas y tambores, nazarenos y porta hachones —que por estos pagos los llamamos capuchones—, portadores de andas (arquetas), estandartes y lábaros, presidencias de hermandades… en fin, todo un pueblo debajo y al lado de las imágenes que siguen moviendo a la piedad popular de las buenas gentes, que todavía se conmueven viendo un auto sacramental que sobrevive a varios siglos, cuando en la plaza mayor de mi pueblo una imagen de Cristo articulada cae de hinojos con su cruz a cuestas por primera vez camino de un Gólgota imaginado.
Contar emociones y trasladar sentimientos es un ejercicio harto difícil, máxime en estos tiempos de prisas y banalidades escasamente explicables; puede parecer antiguo exhumar esta temática religiosa, pero no es antiguo, es clásico, notable diferencia.
Mañana es Domingo de Ramos, y Jesús, montado en un jumento, en un humilde burro, que en Viveiro hemos dado en llamar la borriquita, entra en Jerusalén acompañado por gentes que portan palmas y ramos de olivo o laurel. Es un hosanna, un saludo, que pone pórtico a los días centrales de la Pasión, que en Viveiro es una pasión colectiva que perdura desde hace siglos.
Y, como cada abril, traigo hasta estas páginas la memoria ritual de un sentimiento cofrade impreso en mi código genético, como nativo de un lugar al norte del norte, que no quiere defraudar a su amigo Alfredo Conde.