Desde que empezó la guerra en Ucrania, escribir me cuesta una enormidad. No soy capaz de digerir lo que está pasando: apenas estábamos empezando a superar la crisis generada por la pandemia y a Putin no se le ocurre otra cosa mejor que invadir Ucrania. Lo que me reafirma en mi tesis: de la pandemia hemos salido peor; particularmente en lo que se refiere a los valores morales.
En esas estaba cuando este domingo por la tarde recibí por wasap un audio de apenas 52 segundos: las Hermanitas de los Ancianos del Hogar Santovenia (La Habana) me felicitaban la Pascua con una alegría desbordante. Lloré como un niño. Por si no me quedaba claro, me llegó otro wasap en el que ponderaban el espíritu de superación del papa Francisco, quien, a pesar de su dolor de rodilla, no dejó de cumplir del mejor modo posible con los oficios de Semana Santa. Entonces comprendí que, a pesar de cansancios y desazones, no tenía derecho a estar cruzado de brazos, a lamer mis propias heridas en un ejercicio de cierta autocomplacencia. Por eso estoy aquí, con energías renovadas. Vocero de una razón cordial que nos ayude a percibir el deber moral de luchar contra las injusticias y a recuperar la pasión compartida por la fraternidad como valor político. Quizá sea esta, en el fondo, la suerte que me toca desempeñar en esta vida.