El comienzo de Las bodas de Fígaro de Mozart siempre me ha intrigado, digamos, desde un punto de vista aritmético. Un criado, Fígaro, va a casarse con Susana, doncella en la misma casa, y está midiendo el cuarto para instalar el lecho nupcial. «Cinque… dieci… venti…» va cantando, y acaba en 43. Pero, ¿43 qué? Metros o centímetros no pueden ser, entre otras cosas porque todavía no estaba en vigor el sistema métrico decimal. La historia transcurre en Sevilla, pero da igual la unidad de medida que se tome, no salen las cuentas. El libreto que escribió Lorenzo da Ponte para Mozart está basado en la obra de teatro de Beaumarchais, y ahí las medidas sí tienen sentido: «Dix-neuf pieds sur vingt-six», o sea, seis por 8,5 metros, que es justamente lo que medía el escenario de la Comédie-Française. Así que mi teoría es que Da Ponte puso los números al buen tuntún para que encajasen bien en la melodía que había compuesto Mozart.
El caso es que el miércoles pasado fui al teatro Real a ver Las bodas de Fígaro. Me había invitado mi amiga María, que tiene un abono en el Paraíso, que es como se llama a las butacas más altas, y allá me fui, como un enfant du paradis de Prévert y Carné. Hay algo especial en ver una obra desde tan arriba. El espectador se convierte en una deidad del Olimpo que observa con benevolencia las peripecias de los personajes. Y la sensación es todavía más intensa con esta obra, que es como un guiñol del comportamiento humano donde todos engañan a todos, pero sobre todo se engañan a sí mismos. El conde anda detrás de dos criadas, las criadas están liadas con el paje, el paje con la condesa… A los directores de escena les gusta situar las óperas en épocas distintas a las que les corresponde y yo esta la habría ambientado en una comuna hippy de los sesenta, porque es una apoteosis de lo que los cursis llaman ahora poliamor, como si se acabase de inventar.
La trama es, de hecho, tan complicada que, en este montaje, el director artístico ha tenido la práctica idea de ir dibujando con láser un esquema en lo alto del decorado para que uno no se pierda. Pero no hay cuidado. Beaumarchais, el inventor original de la historia, había sido de profesión relojero y espía, y las dos cosas se notan: lo primero en la precisión con la que se mueve la trama, de exactitud cronométrica; y lo segundo en la psicología del disimulo que la preside. Más tarde, Lorenzo da Ponte, envuelto en el humo de tabaco sevillano que fumaba siempre cuando escribía, supo trasladar buena parte de esto a su libreto y le añadió seguramente algo de su experiencia personal, porque él mismo era un vividor libertino que había competido en conquistas con el célebre Casanova, al que conocía personalmente. Pero, a fin de cuentas, es Mozart, un simple criado sin apenas vida propia (un criado como Fígaro), quien, con su música, da profundidad a una historia que de otro modo hubiese sido poco más que un ovillo que se enreda y se desenreda. Es su armonía la que transforma a esas marionetas en humanos. Un ejemplo de la superioridad de la música sobre la palabra.
En estas cavilaciones estaba el miércoles cuando se apagaron las luces. Arrancó entones la famosa obertura. Esa melodía que da vueltas y vueltas como un tiovivo. Este es uno de los casos en el que el comienzo de una obra lo dice todo. Está ahí, en forma de notas, el enredo, los amoríos, las sorpresas y los cambios de humor de los personajes. «Cinque… deci… venti… trenta… trentasei… quarantatre…». Quizás, al final, en esas medidas esté, cifrado, el secreto de esta música perfecta.