
Han vuelto, «de mi balcón sus nidos a colgar», han regresado con esta primavera a dibujar acrobacias en el viento, agrimensoras del aire. Son las golondrinas, los vencejos, los aviones, nuestras queridas aves que cada año, durante al menos cuatro meses, regresan al lugar donde han nacido.
Y escucho cantar a Pedro Infante la balada triste de las golondrinas cuando señala en una estrofa: «Junto a mi pecho hallarás un nido, en donde puedas, la estación pasar…», y me transmiten buena fortuna cuando las veo volar junto a mi casa, saludándome con un giro, con una voltereta gimnástica de fiesta mayor. Mis queridas golondrinas, las humildes anduriñas de mi país gallego, las cosmopolitas hirondelles que vuelan en los cielos franceses, las mimosas rondinis que cruzan la brisa de la tarde italiana.
Corren malos tiempos para ellas. En España hay ahora un treinta y cinco por ciento menos de golondrinas que hace solo diez años
Y siempre nos quedará el bello relato de Oscar Wilde que cuenta cómo una golondrina se enamoró de la estatua de un príncipe, se cobijó en su regazo y no eligió el camino de vuelta al sur, permaneciendo en el invierno junto a su amado príncipe. En una madrugada, cuando apareció la nieve, la golondrina se murió de frío, en brazos del príncipe.
Son nuestros populares pájaros de barrio, que hacen estación a nuestro lado de abril a octubre, nos visitan y con sus alas escriben los amaneceres de las primaveras que vuelan anunciando el verano.
Hace algún tiempo, los marineros, cuando navegaban cinco mil millas, atravesando mares, doblando cabos y capeando tempestades, se tatuaban en un puerto una golondrina en el antebrazo; porque, como los marineros que arriban a puerto, nuestras pequeñas aves siempre regresan. Algunos marineros, curtidos en los siete mares, acababan su vida náutica con toda una bandada de golondrinas tatuadas en su brazo. Yo los vi sentados mirando a la mar mientras calculaban la distancia entre el hombre y el horizonte poblado de infinitos.
Como cada año cuando regresan, dejan junto a mi ventana mensajes cifrados que me regalan la alegría, cartas escritas en el aire que dibujan mapas secretos remitidas desde lejanas tierras.
Me han traído todo el mes de mayo, han vuelto, pero «aquellas que el vuelo refrenaban la hermosura y la dicha contemplar, aquellas que aprendieron nuestros nombres, esas no volverán». Lo escribió Bécquer.