Ejercicios de caligrafía

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

29 may 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Estos días estoy cambiando mi letra. Era ya demasiado pequeña como para poder leerla yo mismo. Parecía como si hubiese encogido después de lavarla; como si fuese la caligrafía de una versión minúscula de mí mismo, la letra del increíble hombre menguante, la obra de uno de esos artistas que salían en los setenta en el programa de Íñigo porque habían grabado el padrenuestro en un mondadientes. Me preguntaba quién sería ese liliputiense que me había dejado una nota, y resulta que era yo. De modo que me he comprado un libro de caligrafía escolar y me he puesto manos a la obra. Es un proceso curioso, casi como volver a aprender a escribir, solo que más rápido. Como un viaje en el tiempo, he vuelto a pasar por la caligrafía de un niño de cinco años, de ocho, de diez… Ahora mismo calculo que tengo la letra de un adolescente respondón. Visto como una secuencia, el modo en que va tomando forma la escritura recuerda a una de esas ilustraciones de los libros de Ciencias Naturales en la que se muestra la evolución de un reptil.

Se me ocurrió una idea: si lo que dicen los grafólogos fuera cierto, y la letra fuese una consecuencia de la personalidad, quizás la cosa funcione también al revés, y adoptando la caligrafía adecuada uno acabe teniendo la personalidad correspondiente. Ya puestos a cambiar de letra, al menos hacerse con una que nos resulte útil. Así que me hice en una librería de segunda mano con un volumen de grafología. Estaba publicado en una colección en la que en otros títulos también se trataban los ovnis, los templarios y los secretos de las pirámides, lo que me pareció una garantía de rigor. Venían muchas explicaciones —que a mí me parecieron un tanto contradictorias y caprichosas— de lo que significa cada rasgo de la escritura, y, lo más útil, muchos ejemplos de la caligrafía de grandes personajes de la historia.

Decidí empezar por Charles Darwin, a quien siempre he admirado. Me puse a imitar su letra vaporosa, la presión ligera sobre el papel que, según el libro, revelaba su capacidad de concentración. Me parecía que me salía bastante bien, pero unas páginas más adelante, vi que esa letra también era «característica de una personalidad patológicamente introvertida». Así que opté por la técnica contraria: trazos muy marcados, como los de Isaac Newton, que, de nuevo según el libro, «revelaban su capacidad de concentración». Para mejorar el efecto, le añadí también los finales de frase hacia arriba, como los que hace, por lo visto, Bill Gates, y que reflejan su optimismo, que nunca viene mal. Lo malo es que, con la falta de práctica, me salía una escritura borrosa con los óvalos rellenos de tinta y sin espacio entre las palabras, con variaciones de presión en los trazos. Es decir, el reflejo de una «extrema volatilidad emocional e instintos criminales» (ejemplo en la página: la letra de Jack el Destripador).

Es igual, porque me he dado cuenta de que esa imitación de caligrafías ajenas solo puedo hacerla a base de prestar mucha atención e ir lentamente. Cuando tengo que escribir algo sin pensar, veo que me sale otra letra. Esa otra letra todavía no ha terminado de definirse del todo, pero, como entre una bruma de pequeñas irregularidades, empieza ya a asomar su naturaleza; y me resulta muy familiar. Es mi letra de toda la vida, solo que más grande. Quizás, después de todo, los grafólogos tengan algo de razón y la letra refleje la personalidad. Pero me da la impresión de que la explicación es más sencilla: la fuerza de la costumbre es una de las más poderosas que existen en el universo.