El fin de semana pasado, aunque había caído enfermo con la gripe A, quería ver la final de la Champions entre el Real Madrid y el Liverpool. Intenté poner el televisor, pero me sentía muy mal. Probé con la radio, e incluso la radio me mareaba. Las voces de los locutores me atormentaban como un carrusel obsesivo. Así que me di por vencido y me volví a la cama, decidido a recurrir a la última solución posible: escuchar el partido de oído.
De niño me acostumbré a esta técnica. Pasaba con mi familia muchos domingos en el Club Fluvial de Lugo, que está junto al estadio. A la hora del partido, el sonido ambiente llegaba con total claridad, sobre todo cuando soplaba noroeste, y mi padre y sus amigos iban deduciendo lo que pasaba y comentándolo como si lo estuviesen viendo por televisión. Yo admiraba su precisión. Desde luego, interpretaban las señales más obvias, como por ejemplo un gol local, que resonaba en kilómetros a la redonda, la palabra «gol» pronunciada a la vez por miles de gargantas, la «o» estirada como un muelle. Pero también podían discriminar si se trataba de un gol simple o de un golazo, de un gol en propia meta o un error del portero o un gol de cabeza; todo a partir de sutiles diferencias de matiz en los ruidos que emitía la masa. Se escuchaba un alarido de entusiasmo que se transformaba bruscamente en otro de decepción (algo así como «¡gooo-iii!»), y alguien decía, con total seguridad: «Poste». O estallaba un impulso de ira breve y cortante, los mayores se miraban y decían casi a la vez: «Fuera de juego». En ocasiones llegaban a extremos de concreción que me hacían dudar, en fin, de si no sería todo aquello una broma, como cuando, después de un alboroto en el estadio que a mí me parecía inclasificable, alguien sentenciaba: «Falta en el borde del área, libre indirecto con barrera».
Me dispuse a hacer yo lo mismo para seguir la final Real Madrid-Liverpool. Me desconcertó la primera media hora. «Qué partido tan aburrido, sin una sola ocasión de gol», me dije, sin saber que el encuentro, aplazado, todavía no había comenzado. Cuando arrancó finalmente, fui confundiendo las paradas de Courtois con goles del Liverpool, que en el minuto 20 me parecía que iba ya tres a cero (también pensé que el árbitro estaba añadiendo mucho tiempo, porque para mí aquello era el minuto 55). Entonces me quedé dormido. Me despertó el gol de Vinicius. Esto lo entendí sin dificultad. Pero, a partir de ahí, el partido que se jugaba en mi cabeza se volvió muy complicado: la falta de Fabinho sobre Valverde la interpreté como un penalti, y su amonestación como un gol. La parada de Courtois del minuto 63 me sonó a gol anulado por el VAR, la del minuto 68 la entendí como la expulsión de un jugador del Liverpool por insultar al colegiado, en la del minuto 79 me imaginé que habían lesionado a Salah (en el abductor) y en la del minuto 80 que un espontáneo había saltado al terreno de juego y la policía le perseguía por todo el campo. Para cuando terminó el partido, me parecía evidente que cada equipo se había quedado con ocho jugadores, que el árbitro había tenido que ser sustituido por un mareo y que en el marcador había un empate a tres goles. Me medí la fiebre y tenía 39 y medio. Esperé en vano los penaltis. Me volví a quedar dormido.
Como ya estoy mejor, he visto hoy la repetición del partido. Me produjo una sensación extraña. Como si un benévolo dios del fútbol hubiese borrado el boceto del pasado y hubiese hecho un dibujo completamente diferente.