Me ocurre que, cuando estoy en el autobús, comiendo en un restaurante o esperando en la consulta del médico, comienzo a observar a la gente a mi alrededor. Me meto hasta tal punto en esa observación que, sin darme cuenta, lo propio se desvanece y empiezan a brotar pequeñas historias. En mi mente se agitan esos mundos y se teje una telaraña de odios y fervores, risas y delicias. Incluso a veces, al encontrarme por primera vez con esas personas, en tan solo unos segundos, soy capaz de vislumbrar sus vidas enteras, como si ante mis ojos se deslizara una película.
Esto no es imaginación, como lo llaman algunos. Estoy convencida de que esto es un don que todos compartimos, una de las características de estar vivo dentro de esta cáscara quebradiza que es nuestro cuerpo. Lo difícil no es captar la información, sino estar dispuesto a reconocerla, a aceptarla en nuestra conciencia. A veces pienso que ya hemos vivido todo eso y que esas experiencias que nos parecen ajenas son en realidad nuestras. La lucha por llegar a ese auténtico yo —el camino que conduce a uno mismo— ha sido la principal ocupación del hombre, allí donde no había quehaceres más urgentes, como la mera supervivencia. Algunos inventaron la religión para que los demás no tuvieran que pensar. El que prefiere hacerlo por sí mismo siempre tendrá la música, la pintura, la danza, la escultura o la poesía, que incluye todo lo anterior.
Porque de vez en cuando es posible, aunque sea en breves y fulgurantes instantes, encontrar las palabras que abren las puertas de todas esas numerosas mansiones que hay dentro de la cabeza, descifrar por qué nos inquieta el vuelo de un pájaro, o saber por qué recordamos aquel instante (insignificante), de hace veinte años, en que vimos alejarse a una niña vestida de rojo y dando saltitos en un día de sol radiante. Palabras que expresen algo de la profunda complejidad que nos hace ser precisamente como somos, que nos ayude a aprehender el espíritu de un copo de nieve que se diluye en el agua de una fuente. Algo sobre la poderosa importancia y sobre la absoluta falta de sentido que tiene todo esto. Dijo el poeta finlandés Pentti Saaritsa: «Un poema es un telegrama de aquello que permanece oculto en nuestra mente, con noticias que, de otro modo, jamás se comunicarían».