El bar es un escenario de nuestra vida cotidiana. Cantaba Gabinete Caligari: «Bares, qué lugares, tan gratos para conversar. No hay como el calor del amor en un bar». Por eso, la muerte en un bar, sea escandinavo o gallego, nos deja fríos. En un bar de ambiente del centro de Oslo un tipo mató a tiros a dos personas e hirió a decenas en las inmediaciones, en vísperas de la celebración del Día del Orgullo, que fue suspendida. La policía detuvo al agresor, presunto asesino; un ciudadano noruego de origen iraní, presunto islamista, extremista y terrorista; con antecedentes, presunto homófobo; con un historial médico que registra enfermedades mentales, presunto loco. La redundante presunción de inocencia corresponde a una sociedad civilizada, garantista, en la que se respetan unos derechos humanos que ese sujeto desprecia. Un juez dictará sentencia sobre si fue o no asesinato, ataque terrorista, obra de un lobo solitario o de una banda organizada. Retirarlo de la circulación unos años paliará, si acaso, el duelo de familiares y amigos, pero el problema social continuará.
El odio está en las redes sociales y en las calles de las ciudades europeas, en los centros históricos y en los barrios marginales. No es cuestión de choque entre culturas, sino entre cultura e incultura. No hay que caer en generalizaciones, ni en identificar inmigración con delincuencia e inadaptación con violencia, ni en el buenismo universal de supuestas alianzas entre civilizaciones.
En las metrópolis europeas la crisis económica ha derivado en crisis social. La pandemia, la guerra, la especulación o la inflación son percibidas como plagas bíblicas que empeoran las cosas. La confusión aumenta el odio al diferente, la xenofobia, la homofobia y la misoginia. Políticos mediocres presumen de un modelo social seguro, pero no saben cómo defenderlo. Hay que insistir en la educación sobre igualdad y diversidad, religión y laicismo, convivencia y civismo. Hay que frenar la barbarie.