Cuando yo vivía en Portugal, a principios de los noventa, me sorprendía que si, por ejemplo, conducías por Cascáis, corrías el riesgo de tener que parar en un paso de cebra para dejar que cruzara un ministro del Gobierno que volvía de comprar el periódico. Eran los tiempos de Felipe González y Alfonso Guerra, el yin y el yang, cuando el yin navegaba en el Azor y el yang ya había descubierto el Falcon y lo usaba para ir a los toros. Lo primero que hicieron los socialistas tras ocupar sus escaños fue tomar los restaurantes de tres estrellas, donde hasta entonces se había hecho fuerte Alianza Popular. Poco antes, en Suecia habían asesinado a Olof Palme cuando salía del cine, y recuerdo que me había impresionado muchísimo que fuera sin escolta. Yo, antes del yang había visto todos los veranos de mi infancia la llegada triunfal del general Franco Bahamonde con guardia mora a caballo y veinte motoristas rodeando un pasmoso e inmenso Rolls-Royce negro. Y eso solo para ir a ver las regatas de la bahía. Previamente, la ciudad se llenaba de policías de Madrid, que iban por las casas que tenían vistas al trayecto del Caudillo. En la cuneta de la carretera entre Mondego y A Coruña se situaba, cada veinte metros, un guardia civil de tricornio. Por eso, cuando veo el asesinato de Shinzo Abe recuerdo a Olof Palme, a aquellos ministros portugueses, a los políticos de los países nórdicos que andan en bicicleta, y pienso que, además de una tragedia, es la más alta consumación de la democracia.