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En memoria de aquellas, que casi siempre eran chicas, que pasaban a mano sus apuntes y luego se los dejaban a los compañeros o los vendían en las copisterías

10 jul 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

En mis tiempos de estudiante universitario tenía un profesor que odiaba que tomásemos apuntes en clase, porque, en su insólita vanidad, prefería que le prestásemos atención. Incluso llegaba a dejar el aula a oscuras para que no pudiésemos escribir, y cuando nos veía con la característica carpeta de cartulina adornada con el logo de una copistería nos decía: «¿Por qué no prueban ustedes a neurocopiar esos dichosos apuntes en vez de fotocopiarlos? Consiste en utilizar el aparato de grabación del que disponen convenientemente en su cabeza, los oídos, y registrar con él lo que digo en su cerebro. Créanme que es más cómodo y más práctico». Nosotros nos reíamos, porque nos parecía una extravagancia. ¡Prescindir de la fotocopia! La fotocopia era la base misma de la vida académica, y, para algunos de nosotros, casi el único vínculo que nos unía a la universidad.

Precisamente, hace poco me preguntaba si seguiría siendo así, cuando vi en una tienda de fotocopias, aquí en Madrid, lo que me pareció que eran apuntes para los exámenes finales de esos días. Eso sí, observé que estaban todos «a ordenador». Y eso me trajo a la memoria el recuerdo de las copistas de mi tiempo, que pasaban a mano sus apuntes y luego se los dejaban a los compañeros o los vendían en las copisterías.

Las copistas. Lo digo en femenino porque eran casi siempre chicas, que tenían mejor letra y eran más responsables. Eran las continuadoras de una tradición amanuense que se remontaba a los monjes de la Edad Media, con la diferencia de que en vez de en monasterios vivían en pisos de estudiante decorados con posters de películas. Yo me las imaginaba trabajando incansables a la pálida luz de aquel flexo articulado que teníamos todos, mientras sus amigas se iban de marcha al Número K. De haber ido yo alguna vez a clase, creo que las habría reconocido por su aire reconcentrado mientras garabateaban con sus abreviaturas características («tb» por también, «x» en vez de por), decididas y distantes como heroínas de Clarín.

Y es que había algo romántico en todo aquello. Aparecían ya entonces algunos apuntes pasados a máquina, pero instintivamente los rechazábamos, sin saber por qué, y era porque les faltaba esa calidez humana de la caligrafía. La letra es un recoveco de la intimidad, y leer aquellos apuntes en serie escritos a mano era como tener una relación epistolar con una mujer misteriosa, una chica un poco pedante que te escribe unos rollazos tremendos sobre los hititas o el feudalismo. Y aunque la grafología siempre me ha parecido una pseudociencia, uno no se resistía a hacer deducciones sobre cómo sería la copista a partir de su tipo de letra. Podías incluso enamorarte platónicamente de una caligrafía determinada, y esperar ansioso la salida de los apuntes del siguiente trimestre. Hasta no sé si no se habrá dado el caso de alguien que haya comprado apuntes de una asignatura en la que no estaba matriculado, solo por seguir leyendo aquellas largas cartas imaginarias. No estaban perfumadas como en las novelas decimonónicas, sino que olían a pigmento quemado, y su tacto no era el de las epístolas sino el del papel repro, pero salían de las fotocopiadoras calientes como el pan del horno. En los fríos y húmedos inviernos compostelanos, eran al tacto como los cucuruchos calientes de las castañas.

Las copistas. Me pregunto qué habrá sido de ellas. Y me pregunto si, después de tantos años, sería yo capaz de reconocer su letra, si por casualidad un día cayese en mis manos una nota escrita por alguna de ellas.