Según las sociedades han ido evolucionando y haciéndose más ricas, los ciudadanos hemos ido adoptando una forma de vida que supone un atentado al medio ambiente a cada paso que damos, desde los gestos más pequeños hasta las grandes decisiones.
En invierno calefacciones a toda pastilla para ir por casa en manga corta; en verano, aire acondicionado para vestir chaqueta. En Navidad nuestras casas parecen un parque de atracciones, con todas esas luces para adornar y, supuestamente, acentuar el espíritu navideño. Por no hablar de las ciudades, en las que ya no hay diferencia entre caminar por ellas de día o de noche en lo que a luminosidad se refiere. O de los coches que nos compramos, que más gustan cuanto más potentes son y, en consecuencia, cuanto más combustible gastan. También podemos analizar los residuos que generamos desde que nos levantamos hasta que nos acostamos.
Y como los europeos no acabábamos de darnos cuenta del despilfarro en el que vivimos, ha venido Putin, en su versión ecologista, a recordárnoslo. El corte en el suministro de gas con el que amenaza el mandatario ruso nos tiene que hacer repensar el modelo: el económico, en términos de la dependencia de Rusia que tiene la industria para sacudirnos el riesgo que suponen los caprichos de Putin, pero también en la forma de vida de cada uno de nosotros.
La UE ya ha dicho que menos luces de Navidad y menos calefacción. Está claro que no se trata de volver a la Edad de Piedra. Los avances están para hacer nuestra vida más cómoda, y hay que aprovecharlos, pero también ponerles cierto sentido. El covid, primero, y la megaola de calor de estos días después, nos lo han estado advirtiendo a gritos.