La sentencia contra Griñán y Chaves no ha dejado indiferente a nadie, ni a los que han esgrimido el caso de Andalucía como el gran fenómeno de la corrupción socialista, ni a los que han defendido la diferencia frente a otros casos en que los imputados se han beneficiado personalmente de sus acciones.
Puede que en el barro de la política y la comunicación todo se confunda, y quizás no cabe otra que aceptar que la diferente interpretación de los hechos forma parte de la esencia de la democracia, e incluso la enriquece. Pero también por ello hay que asumir que ninguna de estas interpretaciones es neutra, que todas ellas incorporan nuestros principios, prejuicios y posiciones políticas, incluida esta que hoy escribo.
Y por eso no puedo abordar este tema sin declarar que yo estoy con Chaves y Griñán, que cada vez entiendo menos y tengo menos confianza en la justicia de este país, y que, aunque acato democráticamente las sentencias de los jueces, cada vez discrepo más de ellos y me siento menos representada por sus interpretaciones.
Pero lo peor es que tengo la sensación de que hemos pasado de los jueces estrella a la justicia politizada, al servicio de las estrategias partidarias; y cada vez que un jurista me explica que la independencia judicial sustenta la libertad ideológica de los jueces, me cuestiono hasta qué punto esos anclajes ideológicos no están sosteniendo toda la interpretación judicial de nuestros días.
El caso de los ERE en Andalucía es real, y refiere la mala praxis que una serie de personas hicieron con un instrumento creado para favorecer a un sector de la población andaluza ligada al campo, pero no fue construido para lucrar a los políticos que crearon esa política pública; y esa diferencia es ética y moralmente sustancial.
Otra cosa es la oportunidad de ensañamiento estratégico que la sentencia brinda a los detractores del PSOE, la posibilidad de hablar de los ERE como del «mayor caso de corrupción de la democracia», como han acuñado algunos medios, o la utilización de Feijoo para referir el paralelismo entre la libreta de Bárcenas y la condena del PP que dio origen a la moción de censura, y la sentencia del Supremo.
Al final, el caso es que la justicia se ha convertido en una ruleta judicial, donde extrañamente hay muchos más jueces conservadores que ciudadanía conservadora, que el «yo sí te creo» se ha convertido en el marchamo ciudadano de nuestra relación con la justicia, y que como ciudadana progresista no me queda otra que acatar y discrepar, que también es esencia de la democracia, pero con recelo.