En casa hubo tres grandes cocineras de filloas: mi abuela, mi madre y mi hermana. La clave y la diferencia del resultado de cada una de ellas estaba, creo, en la manera de pasarlas por la sartén. De eso dependía, a su vez, el grosor de las mismas. Mi abuela hacía la versión gallega, utilizando unto. Mi madre, al ser inglesa, desconocía esta extravagancia y al freírlas utilizaba mantequilla (lo que hacía, lógicamente, eran pancakes, que luego tomábamos con zumo de limón y azúcar, o con miel, todo un sacrilegio para los gallegos). Mi hermana mayor, que las hacía en Madrid, lugar en donde a veces es difícil encontrar el unto, las freía con una gotita de aceite de oliva. He de reconocer que cada una tenía su arte y que las tres opciones eran deliciosas, pero donde esté una buena filloa hecha con unto, que se que quite todo lo demás. Y es que, detrás de algo tan sencillo como esa sustancia, hay mucho más de lo que parece a primera vista. Algo que entronca con la idiosincrasia y que roza zonas profundas de la psiquis del gallego.
Una de las anécdotas que más le gustaba relatar al escritor Carlos Casares en tertulias y encuentros, tal vez mi preferida, tiene que ver con ello. Por lo visto, estaba en una comida en A Toxa con un grupo de escritores británicos cuando el futuro nobel Naipaul, que se llevaba a la boca las primeras cucharadas de un delicioso caldo gallego, detuvo la mano en el aire. De pronto preguntó: «¿Este plato lleva carne de cerdo?». Como Casares era el único nativo, tuvo que asumir la responsabilidad de contestar: «Caí en la cuenta —explicaría luego— de que la pregunta tenía un contenido inquietante de tipo religioso, con un tono claramente dramático. Me asaltaron algunas dudas, pero finalmente respondí que no». Era una mentira como la catedral de Santiago, claro, que el escritor gallego justificó así: «Galicia es un país de comedores de caldo. De ahí que mereciese la pena poner en juego la salvación eterna por permitir comprender este hecho a Naipaul. Después de todo, un pueblo tan dubitativo como este, donde nada se define con precisión y rotundidad, ni siquiera el metro, una unidad que se puede fragmentar hasta decir que algo mide un poco más de un metro escaso, no sería justo afirmar que el unto es unto y no cualquier producto inconcreto de algún animal fantástico, no el cerdo necesariamente. En el fondo, un asunto relacionado con la hospitalidad y la intolerancia».
Pues eso: el unto y los gallegos.