
Cuando yo era niño, mi abuelo José María me pedía alguna vez que lo acompañase al cine. No hacía falta preguntarle de qué iba la película. Invariablemente se trataba de cintas del Oeste, que a finales de los años setenta eran casi siempre espagueti wésterns de los que se rodaban en Almería. Algunas de aquellas películas son ahora con toda justicia obras de culto, pero que quede entre nosotros que muchas otras eran bastante malas. A mi abuelo, eso le daba igual. Su interés en este cine era muy especializado: él iba únicamente a ver los caballos. Antiguo médico rural, se había pasado la vida a caballo por la sierra de Meira y los echaba de menos.
Fue así, sin que concurriese la cinefilia, cómo me familiaricé con aquel subgénero duro e irónico del espagueti wéstern: un cine consciente de ser un pastiche, una versión barata de las grandes producciones de Hollywood, pero que a cambio ofrecía, en sus mejores obras, una épica más existencialista y más cínica, y por tanto a veces más compleja, que aquello que imitaba. Cuando se trataba de maestros como Sergio Leone, podía convertirse en una reflexión crítica a base de suciedad, violencia y primerísimos planos. Esto era así porque sus creadores incorporaban la cultura radical italiana de los años sesenta y setenta; pero también venía dado por el propio paisaje de Almería. Lo habían elegido, en principio, por una cuestión de precio y parecido; pero, como todos los paisajes, había acabado imponiendo su personalidad. Al fin y al cabo, también él, el paisaje, era un actor. Porque el desierto de Tabernas ni siquiera es técnicamente un desierto (no cumple todas las condiciones que le exigen los geólogos); digamos que era un paisaje árido que sabía hacer bien el papel de desierto.
Aún hoy, cuando al ir pasando canales en el televisor me encuentro con una película rodada en Tabernas, me bastan un par de segundos para reconocer su color, sus formas, su vegetación característica; como ese arbustillo leñoso, el Euzomodendron bourgaeanum, que se ve siempre de fondo y que solo hay allí. La tierra resulta inconfundible con su color blanquecino y amarillento, tan distinto de los tonos pardos y rojizos del desierto de Arizona de los wésterns clásicos. El ojo experto echa de menos los cactus de Sonora, pero felizmente hay agave, tan típico de México. Por eso, los espagueti wésterns tienden a transcurrir en Nuevo México (El bueno, el feo y el malo; La muerte tenía un precio…) o en el mismo México (Por un puñado de dólares; Agáchate, maldito).
Hace no muchos años tuve la ocasión de visitar la zona y fue como regresar a un lugar conocido. Como un turista mitómano que no soy recorrí guía en mano los escenarios de aquellas viejas películas. El fuerte de El Cóndor, donde vi luchar a Lee Van Cleef, estaba prácticamente en ruinas, pero todavía colgaba una soga de ahorcado. El pueblo de La muerte tenía un precio se había convertido en una atracción con espectáculos de cancán y caballistas. Tenía un precio, literalmente. Y el poblado de Hasta que llegó su hora era Wéstern Leone, otro parque para turistas donde los figurantes jugaban al póker y se mataban unos a otros una y otra vez, como en un bucle del tiempo.
Precisamente me entero ahora de que Wéstern Leone está en venta (también, literalmente, parece que llegó su hora), y eso es lo que me ha traído el recuerdo de aquellas películas y aquel viaje. Me lo imagino con el cartel de Se vende. Pero lo que se vende no es un lugar sino un recuerdo que es un espejismo en un desierto que no es desierto.