Una cadena de grandes almacenes anuncia la vuelta al cole a principios de agosto, dando por finiquitado el veraneo cuando aún queda medio verano. Dicen que lo hacen para garantizar a los clientes, muchos de los cuales acaban de estrenar sus vacaciones, la tranquilidad que da la reserva de los libros, material escolar y uniformes de sus hijos, pero de hecho lo hacen para garantizarse ingresos en temporada baja.
Mayor es la anticipación de Loterías y Apuestas del Estado, que toca la fibra sensible del paisanaje promocionando la compra de lotería de Navidad en los lugares de veraneo, por si acaso. El optimista prescinde de tales ofertas y vive el primer verano post pandemia a modo de carpe diem, como si fuese el último verano que le toca vivir. El pesimista continúa con la insoportable levedad del ser, no de Kundera, sino de la familia unida: los cuñados están insoportables porque no saben separar descanso laboral y vacación; los abuelos están insoportables porque están hartos de que también ahora les endilguen a los mismos nietos que les endilgan el resto del año; los niños están insoportables porque los demás no los soportan y ellos no soportan a los demás; los cónyuges están insoportables porque tienen que pasar obligatoriamente juntos ese tiempo que soñaban con pasar juntos...
El pesimista lo ve todo aún más oscuro cuando prevé que, en cuanto comiencen a acortarse las horas de luz solar, se irán agrandando las facturas de luz eléctrica. Desconfía de que sean eficaces las medidas del Gobierno para evitar esta crisis emocional y energética. Sabe que no habrá una campaña de promoción de mayor dedicación mutua, alargando las noches y evitando los madrugones para revitalizar las relaciones de pareja; ni una campaña de recuperación del romanticismo, montando cines de verano en otoño y patrocinando cenas con velitas; ni una campaña de superación de conflictos a la luz de la luna, revalorizando los silencios entre claroscuros... El pesimista ni en agosto está a gusto.