En todas las encuestas, de encargo u oficio, Yolanda Díaz aparece como la política mejor valorada. Muchos analistas han reconocido sus logros, pandemia por medio, al frente del Ministerio de Trabajo: acuerdos entre agentes sociales otrora irreconciliables, salario mínimo, regulación temporal de empleo, ley de teletrabajo o reglamento de igualdad retributiva entre sexos. Sin embargo, hay quienes, en periódicos o emisoras, critican todo lo que hace, haga lo que haga; tanto su trayectoria política como su imagen. Alguno critica su aspecto, repitiendo apodos y motes, de dudoso ingenio, sobre su físico o feminidad, lo cual es más que micromachismo.
Sucede porque el look de Yolanda molesta. Es paradójico que un look moleste tanto, a la vez que gusta tanto. Molesta mucho a la derecha mediática y algo a la progresía iniciática, mientras gusta mucho a la gente corriente, que tiene menos prejuicios y menos tiempo para pamplinas. Algunos progres hubiesen preferido que Yolanda tuviese un estilo más desenfadado, más informal, más hippy; muchos conservadores, también, porque sería más fácil criticarla.
Si Yolanda fuese la candidata de la derecha, sus faldas de tubo, sus trajes chaqueta y sus vestidos blancos a la altura de la rodilla, como marcan los cánones, serían propios de la distinción y elegancia que debe mostrar quien nos representa. Sus combinaciones cromáticas de tonos armónicos, luminosos y suaves, serían indicativos de buen gusto. Sus toques sofisticados, talles altos o mangas plegadas, añadidos a una austeridad básica, serían signos de vanguardismo. Sus moños informales, y hasta los recogidos con trenzas de raíz lateral, demostrarían su espíritu joven. Sus dotes de mujer ejecutiva, moderna y seria le darían sobrada credibilidad institucional.
Si Yolanda fuese candidata de la derecha, su look no molestaría, encantaría. Decía Kundera que nuestra imagen es nuestro mayor misterio, no sabemos por qué irrita a los demás. En este caso, quizás sí.