Quería volver a Cádiz por muchas razones, y una de ellas era el viento. El aire allá, tan característico que podríamos considerarlo como parte de su patrimonio monumental, se expresa en el lenguaje binario del poniente y el levante, que son como un «sí» y un «no», unos vientos de monosilábicos. La dicotomía no puede ser más radical. Con viento de levante, en las playas se alza una fina cortina de arena que azota implacablemente todo lo que se encuentra a medio metro del suelo, el cielo se vuelve turbio, el mar apenas se oye, se multiplican los mosquitos, los palmerales se llenan del irisado de las alas de las libélulas, la temperatura sube y el aire se seca. También tiene su belleza, porque se limpian las algas que dejó en su momento el poniente, los dedos del aire dejan sus dibujos en la arena y el agua se vuelve fresca y de un color azul turquesa extraordinario. Con poniente, en cambio, el cielo es claro, pero tan húmedo que las toallas no se secan de un día para otro. Entonces se escucha el oleaje hasta un kilómetro tierra adentro y desde la costa se puede divisar África. Por otra parte, eso sí, el agua toma un tono más profundo, y al tercer día, con una puntualidad misteriosa, la playa se llena de algas.
Así que este verano hemos recorrido la costa empedrada del dorado de la misteriosa piedra ostionera con sus fósiles jacobeos, de Chiclana a Barbate, en busca de este viento que discute. Esta semana el viento ha sido de levante, pero flojo, y giraba por la tarde. Un día tomamos el camino de Caños de Meca al faro de Trafalgar, que es uno de los lugares en los que el viento suele dialogar. Bordeamos la playa de Marisucia, a donde va a parar todo lo que se pierde en la costa, como un arcón en un desván, y caminamos sobre el suelo arenoso, junto a los arrecifes, hasta llegar a la base del faro. Galdós tuvo una de sus muchas ideas felices al situar en esta costa el arranque de sus Episodios nacionales, porque es un buen lugar para empezar a contar esa historia contemporánea de España que es como la de esos dos personajes de Goya que se lían a garrotazos. Pero yo, en este viento indeciso veo una metáfora no de la historia, sino de la vida misma, que tan a menudo duda y cambia de opinión. Porque la levantera tanto puede ser muy tozuda y durar hasta diez días seguidos como acabarse de repente. Precisamente, en el Trafalgar de Galdós un personaje que había estado en la batalla recuerda que «el viento parecía haberse detenido» cuando la flota franco-española queda fatídicamente a merced de los cañones de Nelson; y sin embargo, justo después estalla una tempestad que está a punto de mandar a pique a los dos bandos.
Los arqueólogos creen que en el lugar donde ahora está el faro de Trafalgar se alzó un día un templo romano. Estaba consagrado a Juno, madre de Marte, la diosa de las fases de la Luna, a quien pertenecían por derecho propio las calendas de cada mes. Así que, como oferentes de un rito en el que no creíamos, pedimos al viento de poniente que se manifestase. Y así fue. Los dioses vencidos conceden todas las plegarias, seguramente por aburrimiento. Sonaba levemente el levante, con un mugido ronco que se fue apagando. Y entonces llegó el poniente, con un movimiento suave que luego se fue convirtiendo en unos invisibles brazos que empujan. El aire se aclaró, el rumor del mar se convirtió de repente en un rugido. Y allí, a lo lejos, parecía que se empezaba a adivinar la costa de África.