Cuando en Galicia se hayan quemado unas 50.000 hectáreas, rezaremos para que, a un verano de incendios y sequías, no siga un otoño de lluvias e inundaciones. El agua que escurre por un suelo calcinado puede llevarse su horizonte superior y su regeneración futura. Es tan grave perder tierra como perder el sentido de pertenencia a la tierra. Cuando arden los montes de Ancares, Courel, Valdeorras, Invernadoiro o Barbanza no solo se queman carballos, rebollos o castaños, se quema patrimonio, natural y cultural. Los británicos llaman al patrimonio heritage, herencia. Quien dilapida una herencia no está pensando en la siguiente generación.
En tertulias de plaza y tasca, aparte de ensalzar a los héroes anónimos (paisanos, brigadistas) y buscar culpables (pirómanos desaprensivos, domingueros descuidados, fumadores empedernidos, senderistas despistados, labradores desidiosos, bomberos desalmados, maderistas codiciosos, políticos desarraigados), se apuntan soluciones como la limpieza preventiva del monte, la dotación de más equipos contra el fuego o la mayor planificación silvícola. Para llevarlas a cabo hace falta política de consenso, no política de tierra quemada.
Además de los incendios intencionados, parece que hay una relación causa-efecto entre cambio climático y aumento de los incendios no provocados. Los mismos que niegan la crisis climática niegan las circunstancias ambientales que favorecen la extensión de los incendios. Son los mismos que aceptan una política de tierra quemada, que prioriza las expectativas electorales sobre la preservación del ecosistema para generaciones venideras. Las medidas gubernamentales tomadas frente a las crisis energética y climática son impopulares, porque obligan a cambiar hábitos. Es más popular oponerse a ellas, tachándolas de prohibicionistas, y vender libertad en el consumo de los recursos, sin pensar en los que vienen detrás. Mal vamos cuando todo vale para alcanzar el poder, incluso la política de tierra quemada.