Apuesto a que el anuncio de la retirada del telediario de Ana Blanco ha provocado un espontáneo oh colectivo en quienes llevábamos más de treinta años comiendo con ella. En estos tiempos de caducidades aceleradas su permanencia era un milagro, una de esas referencias confortables en las que rebota la nostalgia porque siempre están ahí. Su desaparición tiene algo de duelo general, una constatación del paso del tiempo y de nuestra propia vejez.
No hay más que repasar las parrillas para comprobar que la cámara solo convoca a mujeres lozanas con muchos menos años que Blanco. También en los programas informativos. Algunos canales son pasarelas de periodistas cañón con una concentración de pibones que no parece fruto de la casualidad. Por eso, que ella siguiera allí era tan tranquilizador. Una excepción en una oferta en la que los señores envejecen tan «pichis» delante del teleprompter. En el caso de ellas, la madurez profesional la afrontan muchas veces en la radio, en donde las arrugas solo computan si emborronan el trabajo.
En el año 2005, en los días que siguieron a la muerte de Juan Pablo II, Roma se convirtió en la redacción del mundo, con periodistas procedentes de los diarios y las televisiones más prestigiosos de Occidente. La sala de prensa era un parque de atracciones para cualquiera interesado en comparar cómo se ejercía el oficio en otros lugares. Las grandes cabeceras de Europa enviaron a periodistas cuya madurez se sustentaba en miles de horas de oficio y que comprendían que el muerto era algo más que el jefe de una religión en crisis. Veteranos que amaban su trabajo y lo ejercían con el aplomo de la experiencia. Hagan la lista de cuántas mujeres de la edad de Ana Blanco salen hoy aquí en la tele.