Ahora que han transcurrido ya 25 años de la muerte de Lady Di, he decidido romper por fin tan largo silencio en que he estado royendo mi amargura de amante secreto.
Recuerdo aquellos días trepidantes de dolor y farándula, y cómo uno a uno, Nicole Kidman, Nelson Mandela, Hillary Clinton, Steven Spielberg, Pavarotti, mantenían su silencio cómplice.
Y, en el centro del escándalo, el judas, sumo sacerdote de la mayor afrenta: Elton John, con su piano, instrumento macabro de la mayor tropelía.
Nadie quiso alzar la voz y la semilla del diablo quedó plantada, germinó y, como el árbol del mago de Oz, alcanzó dimensiones desproporcionadas. Ocurrió así: cuando, tras el accidente, empezaron a organizarse exequias y disputas, en casa del famoso pianista sonó el teléfono. Una voz lo invitaba a participar en el funeral de su amiga con un papel importante: le pedía que cantara una canción.
Y Elton llamó a su letrista Taupin: «Bernie, nos piden una canción para Diana. ¿Qué hacemos?». «Hombre, Hércules, tenemos Candle in the wind». «Ya, pero esa es de Marilyn. Good bye Norma Jean». «Es verdad, déjame pensar. Dame dos horas».
Y Bernie pensó y pensó y Elton Hércules esperó y esperó. Y por fin volvió a sonar el teléfono: «Querido, lo tengo: England’s rose». Elton John resopló, «¡dos horas para esto!». Pero no tenía nada mejor y el tiempo se le echaba encima.
Agachó la cabeza, se dirigió a su piano y comenzó a cantar: «Good bye England’s rose...». Y Marilyn —mi Marilyn— volvía a morir 35 años después.