Se ha hablado estos últimos días de las manchas de tinta. Ha sido a raíz de los incidentes padecidos por el recién proclamado rey Carlos de Inglaterra, quien primero tropezó con un tintero que le estorbaba y luego se lio con una estilográfica que vertía y le manchó los dedos. Lo que ha llamado la atención es la reacción del monarca, casi fóbica. A mí, en cambio, me ha hecho pensar en la belleza de la mancha de tinta, a la que me gustaría hacer aquí un elogio, aprovechando que ahora mismo estoy escribiendo a mano, también yo con los dedos manchados de tinta, un poco como aquel autor de la Antigüedad que, describiendo el ganso en un libro historia natural, se dio cuenta de que lo hacía precisamente usando una pluma de ganso y decidió dedicarle un homenaje de gratitud.
De modo que querría yo escribirles un elogio a aquellos periódicos de antes que te dejaban palabras en las yemas de los dedos que se podían leer en un espejo; a todos esos bolígrafos que se nos han descargado en los bolsillos; a esas manchas azules que quedan para siempre en las mesas blancas; a esos tachones que echan a perder la otra cara de un documento... Será un incordio, pero es el precio que tenemos que pagar por el don de la escritura. Sin tinta no hay civilización y no hay tinta sin manchas, porque son las pisadas que va dejando el pensamiento y, en ese sentido, son un rastro de lo humano. Tanto, que a veces dicen cosas de nosotros. Las nigérrimas gotas caídas en los cuadernos escolares cuando todavía se escribía con plumilla y tintero contienen los momentos de duda o de distracción, y en la vieja correspondencia de nuestros abuelos podemos encontrar a veces la delicada cursilería de una lágrima que ha emborronado la palabra «adiós» o «recuérdame». Seguro que Sherlock Holmes podría deducir mucho de la forma y posición de una mancha en un manuscrito y, de hecho, recuerdo que resolvía el caso de La aventura del tres-cuartos desaparecido gracias a una mancha de tinta en un papel secante. El test de Rorschach no gozará ya de tanta credibilidad como en el pasado, pero en cierto modo todas las manchas de tinta son tests de Rorschach.
Sobre todo, mi elogio principal va dirigido a esa variante domesticada de la mancha de tinta que es la tachadura, esa herramienta indispensable del escritor que constituye todo un arte. Igual que una escultura consiste tanto en lo que se quita como en lo que se deja, la tachadura es la que, por exclusión, va creando un texto. Yo, por ejemplo, he ido eliminando párrafos enteros de este artículo en los borradores sucesivos, y ahora pienso que, si pusiese en orden lo tachado, saldría otro artículo. Sería uno muy diferente, de corte más erudito, en el que hablaría de que, aunque el refrán castellano diga que «el mejor escribano echa un borrón», los contemporáneos de Shakespeare aseguraban que él jamás tachaba nada. Y también hablaría del «mono de la tinta» que cita Borges en su Libro de los seres imaginarios, y que es un macaco legendario que se bebe el sobrante de los tinteros. Pero, como he hecho borrón y cuenta nueva, ese otro artículo no existe y este es el que ha quedado. O ni siquiera, porque ahora mismo acabo de tachar varias frases que iban antes de esta. Y aun ahora he tachado la frase que la seguía. Y se me había ocurrido una frase final que me parecía que estaba bien, pero la he tachado también porque me resultaba demasiado sentenciosa. Así que esta otra, que era la anterior, es la que se ha quedado como frase final; lo cual es una lástima, porque ahora pienso que la otra era mejor.