El 28 de junio del 2005, en estas mismas páginas, se publicó un artículo que titulé Psicopatología y homosexualidad. Se trataba de una crítica a las declaraciones que Aquilino Polaino, catedrático de Psicopatología de la Universidad Complutense de Madrid, había realizado ante la Comisión de Justicia del Senado. Polaino afirmó en ese momento que la homosexualidad era una patología y una conducta a reformar.
Me preguntaba entonces, retóricamente, si el profesor Polaino hacía una declaración ideológica o científica. Mi oposición a su planteamiento se basaba en tres criterios. El primero era que nadie tiene derecho a decirle a otro de qué modo debe gozar, siempre que no atente contra la libertad ajena. El segundo se sostenía en el argumento de que toda terapia «rectificadora» de la orientación sexual solo puede ser autoritaria. A estos dos criterios, de tipo ético, añadía otro: el del rigor clínico, ya que el modo (homo, hetero, fetichista o cualquiera que sea) con el que cada uno conformó su sexualidad no se modifica por un esfuerzo de voluntad, y cualquier intento de lograrlo solo conduce a un sufrimiento impotente y estéril. Mejor reconciliarse, entonces, de la mejor manera posible, con aquello que nos satisface.
Considero que no es casual que recordase ese viejo artículo cuando escuché a Irene Montero, en el contexto de la campaña de su ministerio para promover «nuevas masculinidades», defender un nuevo ideal de hombre: «Un hombre que no sigue la heteronorma, que tiene relaciones sexuales con otros hombres».
Esta propuesta va mucho mas allá de la defensa y promoción de la igualdad de hombres y mujeres en todos los ámbitos (profesionales, domésticos, de cuidados de los niños y mayores, etcétera); es una propuesta sobre el modo ideal de gozar y nada hay más peligroso que colocarse como prescriptor del goce supuestamente adecuado para el prójimo. En este punto, tanto Aquilino Polaino (considerando la homosexualidad como una conducta a reformar) como Irene Montero (proponiendo un hombre que no sigue la heteronorma, y que tiene relaciones sexuales con otros hombres), pretenden dirigir nuestros gustos y tendencias más íntimos.
Las propuestas de Irene Montero, sostenidas en el pensamiento queer, parten de considerar la sexualidad como un constructo social más, por lo tanto podría plantearse su deconstrucción, como cualquier idea, para construirla de nuevo a voluntad. Esto se lograría promoviendo prácticas sexuales performativas, por fuera tanto de las categorías de hombre y mujer como de las de homosexualidad o heterosexualidad. De este modo, en base a la diversidad de las prácticas sexuales, se construiría una nueva sexualidad, que podría ser variable y cambiante, o en función del momento.
Este planteamiento es, para empezar, ingenuo. Lo que suscita nuestro deseo sexual depende de las fijaciones de cada uno, de las marcas, únicas e irrepetibles, que nos dejó el encuentro con la sexualidad. Proponer un modelo de deseo y satisfacción sexual (lo proponga Aquilino Polaino o Irene Montero) tiene siempre un aire de utopía autoritaria. Es irrealizable, pero que una utopía no se realice no implica que no produzca desastres por el camino.