Los seres humanos somos emoción, emociones, o no somos nada. No les estoy hablando de esa tendencia educativa con la que algunos pedagogos nos abruman: la educación emocional. Ni mucho menos de la inteligencia emocional, que me parece también un sintagma escasamente afortunado. Ni del disparate de la última ley educativa, que pretende derruir todo lo que tenga que ver con el esfuerzo o el mérito. El enemigo parece ser la inteligencia; intentan nivelar por abajo, casi a ras de suelo, y en nombre de esa falsa igualdad se perpetran varios dislates. La inteligencia, a secas, no cotiza al alza. Hace muchos años Jonathan Swift lo escribió de modo categórico: «La mayoría de las personas son como alfileres: sus cabezas no parecen lo más importante». Tampoco pretendo reflexionar sobre los programas que a tal fin (el desarrollo emocional, dicen) alimentan los diferentes gobiernos. Ni siquiera de las emociones que exudan a diario las series y programas y pantallas. Escribo sobre las emociones que han cimentado los maestros de todas las artes. Desde la arquitectura a la poesía, desde la pintura al diseño, de Miguel Ángel a Valle Inclán. En cada una de sus obras perdura la emoción. Sin ella dejamos de ser. La emoción es como la memoria: nos define. Sin la emoción, nos morimos de una vez y para siempre.
También votamos desde las emociones. El caso más palmario de la historia contemporánea, probablemente, lo vivimos en el 2004. España votó, emotivamente, contra la mentira. Sin más. Y con las emociones de aquel domingo 14 de marzo arribó Zapatero. El mal sueño de aquel Gobierno terminó en el 2011. Pensamos que nunca podría ir a peor la cosa política. Cuánto nos equivocamos. Tengo la extraña sensación de que hoy en día los políticos, de uno y otro signo, ya solo intentan mover las emociones. Esto no va bien. Lo notamos en la cesta de la compra y en la factura de la luz, por citar solo dos detalles. El PP la ha tomado, razonable y lógicamente, con los impuestos. Enfrente, María Jesús Montero, ministra de Hacienda: sus intervenciones públicas deben ser consideradas patrimonio nacional. Unos a bajar las cargas y los otros a bajarlas un día sí y un día no, o a aumentarlas a «los ricos». En realidad, de momento no hemos notado nada en el bolsillo: sigue roto. Progresamos adecuadamente hacia el abismo. Y cuando los que nos administran tomen de verdad las riendas, ya estaremos demasiado tocados, o hundidos. Todo lo que está sucediendo acrecienta la idea de que la tendencia política ha mudado. Las emociones, que en realidad son las que mueven el mundo, se dirigen contra la coalición que nos gobierna. Creo que ya poco importa lo que hagan. Las encuestas indican que Podemos se desangra y que el PSOE no se levanta. Una de dos, o en Moncloa encuentran una emoción que los impulse, o el próximo presidente va a ser, otra vez, un gallego.