La justicia no lo condenó. Ni una vez. Pero le cayó la peor sentencia: la de la sociedad instantánea en la que vivimos. La del rumor que es noticia sin comprobar. Nos definió muy bien la poeta Clara Janés, a la edad de la sabiduría, 81 años: «Todo va tan rápido que lo que ayer eran respuestas, hoy son preguntas». Nos creemos las mentiras de las pantallas. No husmeamos los hechos. Así Woody Allen es hoy un apestado. Él, que a muchos nos marcaba el calendario. El otoño llegaba con su nueva película anual. Esa música entrañable con esas antiguas letras de crédito. Hoy no tiene crédito. Ahora no marca el calendario. Como mucho aspira a realizar un filme más, dice. «Haré una película más y me retiraré a escribir novelas». Ojalá, por lo menos eso. Metadona de Woody. Cuando lo sabe todo, a sus 86 años, a punto de cumplir, los 87, nos quieren dejar sin su cine, sin él. Lo jubilan sin piedad. Menos mal que, después de su contundente autobiografía, A propósito de nada, Alianza Editorial se atreve a publicar su libro de relatos Gravedad cero.
Gravedad cero es Woody en estado puro, Dios, la muerte, la vida, las dudas, los juegos de palabras, los malabares con las imágenes, una maravilla, a pesar de los que le señalan. En España podemos leer los relatos de Gravedad cero y reencontrarnos con el genio. Somos muchos los que disfrutamos hace décadas sus otros libros: Cómo acabar de una vez por todas con la cultura y Cuentos sin plumas. No se ha movido ni un milímetro del talento. Sigue escribiendo igual de bien. Sus películas son únicas porque las escribe un guionista increíble. Esas frases que iluminan la sala a oscuras del cine, de cualquier cine del mundo, donde antes sí se estrenaban sus películas. Antes de los histéricos. Como decía en su autobiografía sobre la relación de amor y odio entre el público y sus héroes o celebridades: «En un momento quieren tu autógrafo y al siguiente están deseando pegarte un tiro». Así le sucedió a él. Tenemos que agarrarnos a su cine que quedará, a su escritura de iluminado. El chispazo de la inteligencia, los voltios de la ironía. En Gravedad cero está ese último relato, Crecer en Manhattan, que promete una novela insuperable sobre la infancia. Ya en sus memorias, la parte de Woody niño es asombrosa. La infancia como ese lugar que nos marca a fuego y sangre para siempre. Que nos hace cojear con el alma el resto de nuestra vida. El paraíso, pero también el infierno, el territorio minado del que nunca nos desprendemos del todo. Esa madre que nos abraza, pero que a la vez nos asfixia. Cómo medir el amor de una madre, que la mayoría de las veces llega en toneladas.
Sus diálogos sobre el mundo del cine en el primer relato de Gravedad cero son un combate de boxeo. Se ríe de su sombra. Hace que al leerlo nos sorprendan en casa en plena risotada, con sus páginas en las manos. La felicidad gracias al apestado de Woody en un sofá con un libro entre las manos. Sin más. Esos titubeos a propósito. Quieren invadir su casa para un rodaje y él contesta: «Necesito una atmósfera de tranquilidad absoluta para terminar mi monografía sobre el cangrejo ermitaño». Sobre el cangrejo ermitaño. Nada más sano que carcajearse de uno mismo. ¿Hay mejor definición de Woody Allen que la de cangrejo ermitaño? Como dice Daphne Merkin en el prólogo, no es fácil ser gracioso. Es dificilísimo. Y Woody lo es. Con una naturalidad pasmosa, como cuando en aquella rueda de prensa le preguntaron cómo era ahora su relación con la muerte y, tras unos segundos, contestó: «Mi relación con la muerte sigue siendo la misma. Estoy totalmente en contra».