Cuando hace algunos años estuve en Atenas me sorprendió ver que había camiones recorriendo la ciudad con la palabra «metáfora» escrita en los costados. Me pareció algo muy poético hasta que recordé que en clase de griego del instituto nos habían enseñado que esa palabra significaba simplemente «traslado» o «transporte». Eran camiones de la mudanza. Y ahora que acabo de completar una (otra, la sexta o séptima) pienso que la coincidencia va más allá de la etimología, porque es difícil no ver en el proceso de la mudanza una metáfora llena de significados: unos desconocidos meten toda tu vida en cajas de cartón y las introducen en un camión. Ahí van tus recuerdos, tus álbumes de fotografías, tus libros, tu colección de películas, los utensilios con los que comes a diario, el televisor y el cepillo de dientes, todos tus documentos, el colchón en el que duermes y la ropa con la que te cubres.
Durante la mudanza, uno pasa por varias fases: una en la que odia todo ese rastro que ha ido dejando su vida y que, de repente, parece un lastre, una cadena con bola como la de los presidiarios de los tebeos. Es un rencor muy simple: uno odia en función del peso y el volumen. Ver las cajas de libros apiladas hasta el techo, que luego habrá que sacar y ordenar durante días o semanas, le hace preguntarse si el analfabetismo no habría sido una opción preferible. Contemplar la ropa colgada de los percheros, por poca que uno tenga, como es mi caso, te hace meditar sobre las ventajas del nudismo. Pero, cuando el camión cierra su puerta con un ruido sepulcral y se va, uno siente como que se ha quedado solo en el mundo, a la vez liberado de un peso y arrojado a un vacío. Y en seguida llega una tercera fase en la que empiezas a añorar tus cosas, por pesadas e inútiles que sean o parezcan.
En principio, reencontrase con ellas en la nueva casa es como un milagro, como una mañana de Reyes. Sin embargo, al abrir las cajas a uno le domina una sensación de extrañeza, como si esas cosas no fuesen las nuestras sino las de un extraño con unos gustos parecidos. Descontextualizados, fuera de su sitio, esos objetos se expresan en una gramática que nos resulta tan desconocida como la de un idioma extranjero. Cosas que creíamos haber perdido hace años reaparecen de repente. Otras, en cambio, se desvanecen de forma igual de misteriosa, quizás preparándose para volver a manifestarse dentro de unos años en la siguiente mudanza. Incluso tengo la impresión de que hay objetos (el abridor de recuerdo que compré en Alemania, una taza que me regalaron en Jerusalén) que solo hacen acto de presencia durante las mudanzas, como pájaros raros, como si habitasen permanentemente en un limbo al que solo se puede acceder brevemente cuando la propia vida está en suspenso entre un punto de partida y otro de llegada. Y, sin embargo, como sucede con tantas metáforas, la de la mudanza tiene sus límites. No termina de explicarlo todo, porque la metáfora es también como la propia mudanza: el esfuerzo por meter demasiadas cosas en una caja que siempre resulta demasiado pequeña.
Finalmente, todo concluye como un gran número de magia de salón de los de David Copperfield (el mago, no el personaje de Dickens), en los que de las cajas sale lo que no había ni podía caber en ellas. Pero el caso es que los objetos acaban saliendo de sus cajas y buscado su sitio provisionalmente. Provisionalmente, porque, por mucho que queramos engañarnos, nunca ordenaremos todo de manera definitiva. Todo es un esfuerzo efímero entre una mudanza y la siguiente.
He ahí otra metáfora de algo, pero quién sabe lo que significa.