La difusión masiva de fake news y de disparatadas teorías conspiranoicas, no solo a través de las redes sociales sino también en algunos medios tradicionales, es una de las grandes amenazas a la democracia. Conocidos difusores de mentiras pululan por las tertulias televisivas españolas en programas de máxima audiencia al amparo de supuestos profesionales de prestigio. Por eso, debemos congratularnos de la condena al ultraderechista estadounidense Alex Jones por afirmar que la matanza de la escuela primaria Sandy Hook, que causó 26 muertos (entre ellos 20 niños), no ocurrió y que fue un montaje del Estado profundo para justificar restricciones a la tenencia de armas. Deberá pagar 965 millones de dólares de indemnización por el daño causado. Jones es difusor de los más estrafalarios bulos, como que el hombre blanco está sufriendo un genocidio, los gobiernos fomentan la homosexualidad con productos químicos para que descienda la natalidad, Michelle Obama es transexual o una élite de satanistas gobierna el mundo. También vende «productos milagro». Sobre esa base difamatoria e infecta ha construido un lucrativo imperio que factura más de 60 millones de dólares anuales. La condena es un golpe contundente contra la desinformación deliberada que provoca la humillación de las víctimas. Algo impensable en España, donde un diario y una emisora de radio de amplia difusión propalaron impunemente durante años la teoría de la conspiración sobre los atentados del 11-M. Los conspiranoicos (entre los que ocupan un lugar destacado Trump o Bolsonaro) se valen de la mentira como arma política, envenenan el debate público y alientan el populismo extremista. Las democracias tienen el deber y la obligación de defenderse.