El verano de 1977 lo pasé en Inglaterra, en un pueblo costero de Lancashire, a donde mis padres me habían enviado para aprender inglés. Disfrutaba de la hospitalidad del señor y la señora Stevens y en la casa había otro estudiante, mayor que yo, un francés llamado Francis, que se preparaba para irse a estudiar a Estados Unidos y soñaba con convertirse en científico. Un día, volviendo a casa de un paseo por la playa de Fleetwood, la conversación recayó en algo relacionado con la religión y le pregunté si era católico. Me dijo que no, pero mi inglés era muy pobre y no entendí la palabra que utilizó. Lo dijo en francés y en varios idiomas más, pero yo no caía en la cuenta. Entonces, con el dedo, dibujó en la arena una estrella de David. Me pareció que decía que su familia venía de Polonia, aunque se me escaparon los detalles.
Dos semanas después tuve la oportunidad de deducir yo mismo toda esa historia familiar, simplemente por medio de la observación, porque los padres de Francis vinieron desde París para visitarle y viajar con él al Distrito de los Lagos. Llegaron en un Citroën DS Tiburón, aquel modelo a la vez aparatoso y elegante al que siempre he sentido cariño porque de niño tuve uno teledirigido, de aquellos con cable. Los padres de Francis eran, en efecto, polacos. Ella era elegante y afectuosa, hermosa como una actriz del cine francés. Él era muy cortés, pero reservado. Me enviaron a la cocina a ayudar a la señora Stevens y cuando volví con el té el padre de Francis y el señor Stevens estaban hablando en alemán. Yo sabía que el señor Stevens había estado en la guerra con los Ingenieros Reales, que le habían dado una medalla por construir un puente sobre el Rin bajo el fuego enemigo, y que había pasado un tiempo acuartelado en Alemania. Yo no sabía alemán entonces, pero me bastó con una palabra para comprender por qué el padre de Francis lo hablaba también: en medio de la conversación, se escuchó «Auschwitz». La palabra sonó solo un instante y se desvaneció en medio de muchas otras en un idioma para mí extraño. Hoy, al escribirla aquí, tengo la sensación de que todo este recuerdo gira en torno a ella.
El padre de Francis se dio cuenta de mi fascinación por su coche y propuso que fuésemos a dar una vuelta después del té y las pastas. Íbamos los padres de Francis, él y yo. Y entonces sucedió un pequeño incidente. Al salir a la vía principal, el padre de Francis, como sucede a tantos conductores europeos, se confundió y se fue instintivamente al carril derecho. Y lo peor es que nadie pareció darse cuenta, solo yo. Por suerte, a esa hora del té apenas había tráfico, pero era solo cuestión de tiempo que apareciese otro auto en dirección contraria por el mismo carril. Así que, después de tres segundos de timidez, advertí a Francis, en inglés, que íbamos mal. Él se lo dijo rápidamente a su madre en francés, su madre le pasó el mensaje a su marido en polaco, y este, sobresaltado, soltó una exclamación en alemán («Scheisse!» deduzco ahora, retrospectivamente), dio un volantazo, y en esa misma lengua que le salía naturalmente en situaciones de nerviosismo y angustia nos pidió perdón por su error.
Ahora pienso que en aquel rápido intercambio de palabras en cuatro idiomas estaba Europa, con su historia trágica pero esperanzada, con sus malentendidos y sus rectificaciones, sus barreras y sus puentes; una historia grandiosa y dolorosa que avanzaba sobre la mullida suspensión hidráulica del viejo Citroën DS, en su cómodo interior tapizado y mientras en la radio sonaba Liszt.