Los ojos de María Casares

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

ED

06 nov 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Había una pequeña polémica acerca de los ojos de María Casares; sobre si la gran actriz los había heredado de su padre, el dandi del republicanismo gallego Santiago Casares Quiroga, o si eran los de su madre, Gloria Pérez, la hija de una humilde cigarrera de la Fábrica de Tabacos de A Coruña. La oportuna aparición, hace pocos años en un trastero de Madrid, de un retrato al óleo que le había hecho Luis Mosquera a la madre zanjó la cuestión: el tamaño y la forma de los ojos eran de ella. Y aunque fuese a Michèlle Morgan a quien se le concedía en Francia el título de los ojos más hermosos del cine, yo solo acepto el empate. Sobre todo, estos días en que, en mi homenaje personal al centenario de la Casares que se conmemora este mes, vuelvo a ver sus películas: La cartuja de Parma, Les dames du Bois de Boulogne, Orfeo… Me gusta especialmente en la grandiosa Los niños del paraíso, porque todavía se le notaba en su francés el eco del acento gallego (para ser más exactos, coruñés, casi una especie de koruño elegante). Nunca lo perdió del todo; quizás por la misma razón por la que guardaba en su casa de París un frasco con tierra de Montrove y otro con arena de Bastiagueiro.

Residente privilegiada, tituló sus memorias. Es lo que era, lo que le había puesto la Prefectura de París en su carte de séjour cuando, hija del que había sido presidente del Gobierno republicano, llegó exiliada directamente del Madrid del 36. María Lopo ha publicado recientemente una cuidada edición del libro, y ahí se puede seguir lo que cuenta la Casares de su infancia en A Coruña y en Madrid, del hospital de sangre en el que sirvió como enfermera durante unos meses en la guerra, y sobre todo de su larga carrera como gran dama del teatro francés. Si bien, como ocurre con tantas memorias de actrices y actores, no siempre es fácil distinguir si lo que recuerda es su propia vida o las de los personajes que interpretó en la escena. A mí me parece que se le van colando frases de la Fedra de Racine, de la Medea de Séneca o de la Hécuba de Eurípides, que tenía tan interiorizadas… A la Casares le pasaba con la tragedia lo mismo que con el acento gallego, que le salía de manera natural. Era inevitable que la convirtiese en musa del existencialismo Albert Camus, con el que mantuvo una relación intensa y complicada (después de todo, se habían conocido poniendo en escena El malentendido). Es más, yo propongo la hipótesis de que el existencialismo era simplemente la tristeza solitaria de los ojos de María Casares puesta en filosofía por Camus.

El caso es que cuando el escritor Luís Pousa fue a levantar acta literaria de qué quedaba de los recuerdos de infancia de la Casares en la coruñesa calle de Panaderas, se encontró con que ya no estaba el jardín cerrado de hiedra y madreselva del que ella había hablado tanto. Todo lo que se conserva ahora es un retal de césped donde han plantado una estatua del infortunado Santiago Casares Quiroga. Pero yo hasta me he llegado a preguntar si habría realmente madreselva y hiedra, o si lo que recordaba la Casares no serían más bien los versos de Sueño de una noche de verano, donde Titania, que ella interpretó sobre las tablas, dice aquello de «así se entrelazan gentilmente los tallos de la madreselva, así la hiedra de la debilidad femenina ensortija los dedos de corteza del olmo». En todo caso, que más da si aquella hiedra y aquella madreselva eran las de la infancia o las de la escena. Al fin y al cabo, toda infancia, si es feliz, es como un sueño de una noche de verano.