Acierta un amigo en que el viento sin inversión no tiene valor. Sucede que los vientos dan la vuelta al mundo, y hasta se posan obstinadamente en las cimas de las montañas, en las planicies de marea y en los mares irascibles. Nadie se pregunta de dónde proceden tantos vientos como recoge, cuenta, describe, ordena y clasifica el señor Cunqueiro.
Luego vinieron los hombres y las mujeres y les dieron valor. Un valor desigual, porque un papel de autorización emitido por el poder de una Administración valía casi tanto como la compleja tecnología que transformaba los vientos en energía. Por eso cobra importancia que las administraciones sepan cómo ordenar lo común para beneficio de los ciudadanos. De ahí que no sea de recibo que, pasando años de gobierno desde aquel inicio de un plan eólico, nos movamos en la inseguridad jurídica de excepciones y normas ad hoc —como la reciente aprobación de tres parques eólicos que suministrarán a Alcoa— para que las empresas que precisan del viento puedan beneficiarlo y con su beneficio, todos los ciudadanos.
La aceleración de los procesos de descarbonización, los fondos públicos Next Generation y los avances en los desarrollos tecnológicos dominadores del viento y su conversión en energías verdes, necesarias para el impulso de la química verde, propician estrategias e inversiones para poner en valor los vientos gallegos. Pero para materializar ese valor es necesario que un recurso del común sea ordenado y gestionado por unas administraciones en las que aún continúa el enredo.
En unos magníficos reportajes de La Voz de Galicia encontramos noticias de nuestras posibilidades y del interés de empresas propias y foráneas por el valor del viento y su beneficio. También del interés de la península ibérica (Portugal y España juntas) por desarrollar la eólica marina en el Atlántico. Así, cruzamos los dedos, al tener noticia del hidrógeno verde en As Pontes, de la mano de Reganosa, Naturgy, o Endesa. Los desarrollos tecnológicos en la Navantia ferrolana y del metanol verde en Mugardos, con Forestal del Atlántico del grupo Tojeiro, y en Caldas de Reis o Begonte con Foresa, del grupo Finsa, e Iberdrola, junto con las plantas de amoníaco verde en el puerto exterior de Langosteira, donde, además del recién presentado proyecto de Maersk, entre el Atlántico y el Mediterráneo, están los de Blackstone e Ignis Energy. Todos ellos a la espera de que nuestros vientos, caseños y foráneos, tomen el valor de megavatios. Algo para lo que se necesita que las administraciones públicas abandonen sus enredos. Entonces, el verde del hidrogeno, del amoníaco o del metanol, de la química toda, empezarán a poblar los sueños de la Galicia desindustrializada.