
El término perroflauta se refiere a un tipo de personas, habitualmente jóvenes y de aspecto descuidado, que suelen acampar en la calle, llevar perros, tocar la flauta y pedir limosna con orgulloso descaro. Los perroflautas proliferaron en la última década a lomos de cierta ideología contracultural y adornan el paisaje urbano en la mayoría de las ciudades, pero para nada son algo nuevo.
El primer antisistema conocido precursor del perroflauta fue Diógenes de Sínope, allá por el 400 antes de Cristo, que fundó la escuela cínica. Los cínicos se llamaron así porque tuvieron un gymnasium (en la Grecia clásica era el lugar donde se impartían conocimientos y enseñanzas) llamado Cinosargo («perro blanco y veloz»), y también porque Diógenes vivía dentro de un tonel, prácticamente desnudo y rodeado de perros.
El filósofo predicaba de forma mordaz una doctrina de austeridad absoluta, con desprecio a todos los bienes materiales y criticando la falsedad e hipocresía de la civilización. Al contrario del término «síndrome de Diógenes» —patología que presentan ciertas personas que viven en la indigencia acumulando todo tipo de cosas—, el verdadero Diógenes se desprendió absolutamente de todo.
La vida de Diógenes fue un escrache continuo a todos los poderes establecidos, fue un precursor de los okupas pero que solo ocupó un tonel. Nada que ver con nuestros perroflautas contemporáneos, carentes de la autenticidad del griego.
Últimamente ha aparecido otra especie de contrasistemas de los que no conozco referente clásico alguno y que bien podrían llamarse tontocolas. Jóvenes sin otra filosofía que protestar por el calentamiento del planeta pegando su anatomía a obras de arte, que ya me dirán qué culpa tienen Van Gogh, Goya o Picasso.
Dañar una obra de arte es tan estúpido como dañar el planeta.
¡Tontocolas!