Cuando se cumplen veinte años de la promulgación de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, conviene hacer balance de su aplicación. Ana Pastor regía los destinos del Ministerio de Sanidad en ese momento, sin duda una de las grandes políticas de España en las últimas décadas.
Esta ley transformó la práctica clínica de nuestro país, en sintonía con los mejores desarrollos que la bioética estaba ofreciendo: el enfermo no podía seguir siendo un convidado de piedra en la toma de decisiones que le afectaban directamente. Es mucho y bueno lo que se ha avanzado en esta materia en estos 20 años.
Con todo, nos encontramos en la actualidad con tres grandes retos que pueden echar por la borda todo el camino recorrido. El primero de ellos es la dificultad creciente que tienen algunos médicos para comunicarse con sus pacientes: no apartan la vista de la pantalla del ordenador, no dejan de escribir mientras preguntan… Harían bien las facultades de Medicina en potenciar la enseñanza de habilidades y destrezas comunicativas, que no son una competencia blanda, al contrario.
Por otra parte, algunos enfermos y/o sus familiares se pasan de autonomistas y falsean el concepto: solamente conjugando la palabra derechos, olvidándose que también ellos tienen deberes, el primero de los cuales está relacionado con el de tratar con respeto a los profesionales sanitarios y, el segundo, preguntar cuando no están entendiendo lo que el médico les está diciendo.
Por último, aunque creo que es el escollo más serio, el tiempo. Una buena comunicación exige disponer de tiempo, exige además un clima de serenidad y tranquilidad que es del todo inviable si un oncólogo tiene que ver a 29 pacientes o un médico de familia a 82 pacientes en una mañana.