Cinco minutos es lo que puedes tardar en hacer el pedido en cualquier restaurante de comida rápida. En cinco minutos te da tiempo a decir buenas tardes, si eres de esa gente que todavía tiene educación, especificar cuántas hamburguesas quieres, si añades patatas, si el refresco lo tomas con o sin azúcar, si lo prefieres para llevar o para tomar en el local, pagar y dar las gracias. Cinco minutos es el tiempo que tienen muchos médicos para ver a sus enfermos. «Hay días en los que atiendo a casi cien pacientes», le contaba un facultativo en el PAC de Fingoi a la periodista María Guntín. Lo cierto es que resulta bastante extraño incluir en la misma frase dos conceptos que parecen antagónicos como son una medida de tiempo, 300 segundos, y el verbo atender.
Nuestros médicos de cabecera —qué importante es la semántica y qué importante es recordar que se les llama así porque se colocaban en esa parte de la cama de los enfermos cuando los visitaban en su casa— están desbordados. No solo por el tiempo que echan de más sino, sobre todo, por el tiempo que echan en falta. Muchos de ellos se sienten a los pies de una montaña, mirando hacia arriba, viendo como desciende una bola de nieve que cada vez se hace más grande y cada vez se desliza más rápido. Llevan tiempo gritando para avisar, para que esa avalancha no pille a nadie por delante, pero ya empiezan a quedarse afónicos.
Aprendimos a usar la palabra pandemia por culpa del coronavirus, pero mejor no acostumbrarse. Porque lo que sería una epidemia verdaderamente preocupante es que colapsase nuestra atención primaria. Ante eso, no habría vacuna capaz de protegernos.