¿Puede una sentencia ser alegal?

Erika Jaráiz Gulías PROFESORA TITULAR EN EL DEPARTAMENTO DE CIENCIA POLÍTICA Y SOCIOLOGÍA DE LA UNIVERSIDADE DE SANTIAGO DE COMPOSTELA

OPINIÓN

Carlos Luján

19 dic 2022 . Actualizado a las 14:47 h.

«La justicia emana del pueblo, y se administra en nombre del rey por jueces y magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley» (Constitución Española, 117.1). 

Hace tiempo que he asumido que la política de nuestros días ha sobrepasado a Montesquieu, que se hace necesario revisar los principios tradicionalmente vinculados a la democracia, y que el excesivo uso de la metáfora y la hipérbole en el discurso político están impidiendo llamar a cada cosa por su nombre cuando llega el caso. La Constitución es clara, la justicia emana del pueblo, y los jueces la administran sometidos al imperio de la ley. El poder judicial se legitima democráticamente solo por su sometimiento a la ley que emana del Parlamento; solo puede administrarla, no puede interferir en su gestación, porque no han sido elegidos por el pueblo. Todo lo demás es antidemocrático.

No importa la razón que tengan para oponerse, no importa lo mala o buena que sea la ley, no importa si a los jueces les gusta más o menos, y tampoco importa si van a perder sus puestos; lo único que importa es que los jueces tienen que someterse al imperio de la ley, como dice la Constitución.

Los ciudadanos están hartos de interpretaciones judiciales incomprensibles, arbitrarias, interesadas, ideológicas, que hacen que una y otra vez los magistrados se pronuncien en bloques a favor de unos y en contra de otros, y están hartos, también, de que los jueces actúen con irresponsabilidad, como ha ocurrido recientemente en algunos casos en los que no era necesario reducir las condenas de los agresores sexuales solo para dejar en evidencia la chapuza de la ley.

Pues bien, puede que la ley del «solo sí es sí» sea una chapuza, no seré yo quien la defienda, pero cualquier juez que, no teniendo obligación expresa de reducir una condena a un agresor sexual, lo haya hecho, es un irresponsable.

Lo que ocurre es que, a base de hablar continuamente de golpes de estado, de calificar de antidemocrático todo lo que no nos gusta, o de llamar fachas o comunistas a los que no piensan como nosotros, nos hemos quedado sin adjetivos para calificar la excepcionalidad democrática que estamos viviendo. Y es que cuando el relato se habitúa a coquetear continuamente con la hipérbole, después se vuelve insignificante para describir el mundo real.

Nuestras sociedades complejas, dinámicas, mediáticas, digitales, globalizadas, no se parecen en nada a aquellas en las que se idearon los principios básicos de la democracia, en las que se instituyó la separación de poderes o los derechos fundamentales de los ciudadanos. Pero la justicia tiene que encontrar su espacio y limitarse a él, por muy insatisfechos que estén los jueces con las leyes que se producen. La ley nace de la soberanía popular, no del poder judicial; si el poder judicial se rebela contra la ley, atenta contra la soberanía popular; y, entonces, las sentencias se vuelven ilegítimas, tal vez, incluso, alegales, ¿y entonces qué?