Una vez superado el listón que nunca creímos rebasar, lo urgente y lo esencial es recuperar la normalidad y la imagen de nuestras instituciones. Su credibilidad. Su buen funcionamiento. Su solvencia. Y la confianza de los ciudadanos. De forma especial, en el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial. Porque en esta refriega en la que estamos, las que salen mal paradas son las instituciones, ejes de nuestra democracia. Y los ciudadanos.
Habrá, pues, que seguir los pasos habituales en el aseo y limpieza de cualquier casa. Abrir las ventanas, ventilar y limpiar. A fondo. Y comenzar por oxigenar este clima viscoso en el que nos han metido y en el que el poder legislativo, ese del que la Constitución asegura que reside en las Cortes, ha perdido su esencia y su finalidad. Suspender una ley sin legislar tiene una difícil explicación. Porque había otras alternativas, como permitir su tramitación y actuar una vez aprobada. Pero como no se hizo, por ahí hay que comenzar. Por hacer pedagogía para que el ciudadano entienda lo que ocurre. Que es muy sencillo. El Parlamento legisla; la Justicia asegura la legalidad, y el Constitucional vigila para que las leyes respeten la Constitución.
Porque cuando aquellos siete ponentes redactaron el texto constitucional no pudieron imaginar que el paso del tiempo y el deterioro de la convivencia política y judicial nos llevaría a donde estamos. Hace semanas que Carlos Lesmes dimitió por el «patente deterioro del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, que no puedo evitar». Y ese deterioro es percibido por la sociedad, que nunca tuvo una buena opinión de las instituciones.
Hace un lustro, una de las últimas ocasiones en las que el CIS preguntó por ello, el 21,2 % de los ciudadanos manifestó tener «ninguna confianza» en el tribunal de garantías. Y un reciente sondeo revela que sigue obteniendo un escaso apoyo. No parece pues que goce de especial predilección por parte de los españoles.
Y con «el paso de difícil retorno», a decir del presidente del Senado, se le hace un daño de muy complicada reparación. No es preciso ser un lince para adivinar el enorme deterioro institucional que queda tras la batalla. Ni que su descrédito alcanza ya niveles inquietantes. Ni que el enfrentamiento entre poderes nos lleva a una desestabilización constitucional, que nunca pudimos imaginar y cuyo fin no alcanzamos a ver.
Con el TC asumiendo papel de legislador, y el poder de los jueces echando por tierra la separación de poderes, entramos en una fase en la que el sistema democrático muestra su debilidad. Decía Honoré de Balzac que somos más fuertes cuando aceptamos nuestra debilidad. La admitimos. Por eso se hace imprescindible abrir los ventanales y serenar los ánimos. Y, después, iniciar la siempre difícil tarea de recuperar la imagen y la credibilidad. A ver si así es posible que recobremos la fe en esta democracia.