La teoría económica establece que, en principio, si dejamos actuar libremente a los agentes económicos, el modelo funcionará razonablemente bien. Sin ir más lejos, podemos ir a comprar pan fresco a primeras horas del día, porque el panadero se levantó a las tres de la madrugada para prepararlo. Pero no lo hizo por generosidad con los clientes ni porque se lo ordenase alguien, sino porque sabe que, teniendo el pan listo a primera hora, la gente acudirá a comprarlo y obtendrá con ello un beneficio económico que le permitirá mejorar la educación de sus hijos, hacerse una casa o ampliar el negocio.
El principio de que los mercados producen resultados aceptablemente buenos se aplica casi siempre, pero no siempre. En situaciones en las que se generan externalidades, existen restricciones a la competencia empresarial o los bienes son de carácter público, el funcionamiento del mercado dista de ser el óptimo. Si la amasadora del panadero emite un ruido estruendoso, los vecinos no podrán dormir. Si el panadero impide que otros puedan montar una panadería y compitan con él, acabará haciendo un pan malo y lo venderá a un precio que pocos podrán pagar. Si para repartir el pan puede aparcar su furgoneta en la calle, sin cortapisa alguna, acabará dejándola ahí demasiado tiempo, estorbando a los demás.
Ante este tipo de situaciones —que la teoría económica denomina fallos de mercado—, los economistas sostienen, de forma categórica, que debe intervenir el gobierno. Concretamente, que debe aplicar algún tipo de regulación en forma de impuestos o eliminación de obstáculos a la competencia, lo cual equivale a decir que debe imponer algún tipo de restricciones a la libertad.
El problema es que esta propuesta se plantea imaginando que el gobierno es una institución perfecta, con lo cual se critica al mercado porque falla, mientras que al gobierno se le presume que busca el bienestar común y aplica la terapia correcta para subsanar el fallo en cuestión. Pero, en realidad, el gobierno también tiene fallos. Entre los políticos y burócratas hay personas que buscan el bien de su partido o sus votantes más que el bien colectivo o personas que, directamente, pueden comportarse de forma corrupta. El gobierno, cuando pone impuestos, provoca distorsiones en empresas y consumidores. El gobierno, por supuesto, puede tener una información precaria a la hora de adoptar medidas correctoras. En fin, no es el planificador social perfecto que se presume, sino que tiene múltiples imperfecciones.
Así las cosas, los economistas deberíamos preguntarnos, cuando apelamos a que el gobierno (imperfecto) arregle los fallos de mercado, si las imperfecciones del gobierno son más grandes o más pequeñas que las que, presuntamente, trata de corregir. ¿Cuál de los dos problemas es mayor? Después de que haya intervenido el gobierno, ¿el mercado funciona mejor o peor que antes de la intervención? Un asunto de la máxima importancia y para el que la ciencia económica aún no tiene respuesta.