Los niños de finales de los años 70 teníamos claro que el mejor futbolista del mundo había sido y era Pelé, aunque ya estuviera retirado, y que el mejor tenista era Björn Borg, aunque Jimmy Connors hubiese ganado más torneos y partidos ATP y hubiese levantado tres de los cuatro trofeos del Grand Slam, mientras que el sueco se quedó solo con cinco Wimbledon y seis Roland Garros (se retiró a los 26 años). Pero claro, eran otros tiempos, los niños de esa época jugábamos todos juntos en la calle y los de ahora lo hacen solos en su habitación, conectados con sus amigos mediante unos auriculares y la pantalla de un videojuego; nuestro gadget favorito era un monopatín y el de los chavales de ahora un teléfono móvil.
En el deporte hay algo más que las frías estadísticas. Si fuera por los números, Wilt Chamberlain o Kareem Abdul-Jabbar podrían disputarle a Michael Jordan el título de mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos. Si Messi es el mejor futbolista de siempre ahora que ha ganado un mundial —igual que Maradona, Zidane, Beckenbauer...—, qué decir de O Rei Pelé, que ganó tres, o de su compatriota Ronaldo, que venció en dos. Pelé ha marcado 12 goles en sus participaciones en la Copa del Mundo por 13 de Messi, pero el argentino jugó casi el doble de minutos por lo que su porcentaje de tantos por partido es muy inferior: 0,50 frente al 0,86 del astro brasileño. ¿Que tiene más balones y botas de oro? Obvio: hasta 1995 el Balón de Oro solo podían ganarlo los jugadores europeos, y la Bota de Oro únicamente premia a los que compiten en alguna de las ligas de este continente. Huelga decir que estas distinciones hay que cogerlas con pinzas, y la mejor prueba es el Balón de Oro al mejor jugador del Mundial del 2010 que le dieron al uruguayo Diego Forlán, algo así como si en Catar se lo hubieran concedido al marroquí Amrabat.
Hay algo más que cifras y trofeos dorados, y es el aura que desprenden los deportistas legendarios. A Pelé —ingresado estos días en un hospital—, como a Nadal, Federer, Ballesteros o Miguel Indurain, no nos los imaginamos insultando a un rival después de derrotarlo, o haciéndose esa ridícula fotografía con la copa en la cama. Ni rechazando ser recibidos por el presidente de su país, como los campeones argentinos, que estos días se creen realmente dioses, pero no lo son.