
Leo con estupor y tristeza la noticia de que, definitivamente —porque se veía venir, a pesar de la imagen moderada que trataban de lanzar al exterior—, los talibanes prohíben en Afganistán a las mujeres estudiar en la universidad. El veto alcanza, además, a las niñas mayores de doce años, que tienen cerradas las puertas de los institutos de secundaria. Al poco de hacerse con el poder, los talibanes clausuraron el Ministerio de la Mujer y lo sustituyeron por el de la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio. El nombre parece un chiste; realmente, si me pusiera a pensar uno más infantil y ridículo, no daría con él. Desde noviembre de este año, las mujeres tampoco pueden acceder a los parques, jardines y por supuesto gimnasios de Kabul.
La noticia impacta, pero pensemos que, hasta hace no tanto, ocurría algo parecido en nuestro país. Hasta el 8 de marzo de 1910 las mujeres no pudieron matricularse en una carrera universitaria. Antes de esta fecha, si lo habían hecho, como María Elena Maseras (1853-1905), que en 1872 se matriculó en la Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona, fue con el permiso especial del Consejo de Ministros para poder estudiar. Me imagino a los ilustres señores del Consejo dándose de codos entre risitas y mirando con lupa a esta mujer que se atrevió a decir que no se conformaba con quedarse en casa y parir hijos.
Otros casos dignos de mención son los de Concepción Arenal (1820-1893) y el de María Goyri. La primera tuvo que cortarse el pelo y disfrazarse de hombre para poder atender las clases de Derecho como oyente. Aunque al principio esta estrategia surgió efecto, más adelante sería descubierta. La universidad decidió ponerla a prueba con un examen, que por supuesto Arenal superó con creces.
María Goyri (1973-1954), tía de María Teresa León y conocida (aunque de manera insuficiente) por su labor en la recopilación del Romancero junto con su marido Ramón Menéndez Vidal, vivió escenas parecidas. Su sobrina relata en sus memorias cómo fueron sus primeras clases: «Cuando María apareció en la puerta de la universidad, un portero estaba esperándola. La condujo, ante la sorpresa de los estudiantes, hasta la sala de profesores. Allá, el decano de Filosofía y Letras se acercó ceremoniosamente a la muchacha. Señorita, quedará usted aquí hasta la hora de clase. Yo vendré a recogerla. La cerró con llave y se fue a sus ocupaciones. Cuando sonó la campana, el profesor regresó, abrió el encierro y ofreciéndole el brazo la hizo caminar lentamente entre dos filas de estudiantes que entre asombrados e irónicos veían la irrupción de la igualdad de los sexos instalada en la universidad. […] Todos los días se repetía la escena».
Son casos extremos, mujeres que se atrevieron a plantarse y a romper con los imperativos morales y sociales de la época, a pesar del chaparrón de insultos y vejaciones que debieron recibir por hacerlo. Y es que, como ocurre en Afganistán ahora, a los hombres el conocimiento femenino les debe de resultar peligroso. Es conocida la ecuación «poca instrucción=mayor obediencia; más saberes=más autonomía y deseo de conocer y, en consecuencia, de transgredir».
Mi abuela nació en 1912. Si hay una frase que recuerdo que repetía una y otra vez es que le hubiera gustado estudiar Medicina, tal y como sí había hecho mi abuelo. Tenía ojo clínico, intuición, capacidad e inteligencia suficientes, mucho más que él. De hecho, cuando alguien caía enfermo en casa, era ella quien se ocupaba. Pero no pudo ser, en aquella época era inconcebible. Así que se casó a los dieciocho y tuvo diez hijos. Afortunadamente, nunca obedeció a nadie y siempre hizo lo que le dio la gana. Pero veces pienso cuán distinta hubiera sido su vida si hubiera tenido la oportunidad de ir a la universidad.