
Al comenzar un nuevo año y a la vista de cómo hemos despedido el anterior, dándole gusto al paladar, no es extraño que la conciencia inquisidora nos haga recapacitar contemplando a la acusadora báscula. Admitimos la aceptación del pecado, aceptamos el propósito de la enmienda, pero la satisfacción de obra y la penitencia no la vemos tan clara. Sin duda: hay que adelgazar; aunque sabemos que la mayoría de los españoles apuestan por lograr dos metas sin esfuerzo: aprender inglés y adelgazar. Dejemos lo primero para los políglotas y centrémonos en lo segundo. No descubrimos la pólvora, quizá adelgazar es conseguible y el resultado estimulante, pero lo decepcionante es la vuelta a la casilla de inicio al cabo de un tiempo. La báscula con cierto recochineo parece recuperar la memoria y la verdad es que sí, se trata de un problema de memoria, que se remonta a casi 6 millones de años cuando el primer mono (Ardipithecus ramidis) inició la evolución hacia el Homo sapiens. La abundancia de alimentos (frutos) iniciales se fue complicando cuando al ir menguando los bosques, tuvo que alimentarse de raíces (Australopithecus aferensis, la Lucy de los antropólogos), y posteriormente al aumentar el gasto por el desarrollo de su cerebro tuvo que hacerse carroñero, carnívoro, y omnívoro, (Homo ergaster). Durante millones de años nuestros antecesores han tenido que buscarse la vida y evolucionar, pero siempre su lucha ha sido contra el hambre, contra la escasez de alimentos y, para sobrevivir, además de emigrar, tuvieron que desarrollar mecanismos metabólicos para gastar menos energía, mejorar el rendimiento y crear opciones de almacenamiento, como el tejido graso, que le permitiesen sobrevivir en épocas de vacas flacas (aquí la grasa era bien vista). Así nos encontramos en la actualidad con una gran base de datos genéticos, con múltiples y complicados mecanismos reguladores del metabolismo que nos defienden de la pobreza alimentaria, nos permiten sobrevivir y aprovechar la energía, almacenarla y gestionar nuestro equilibrio energético. Para ello, contamos con un panel de sustancias (cerca de 40, pépticos mayoritariamente, como la leptina, ghrelina, insulina, neuropéptido y..) cuya misión es almacenar esa energía (gen del ahorro), y otras tantas, que tienen como objetivo lo contrario: utilizarla. Que se gane o pierda grasa depende de cuál será el grupo que presione más, el de los ahorradores o el de los gastadores; si bien está claro que el Homo sapiens está más entrenado para poner en marcha los mecanismos ahorradores, que al fin y al cabo son mecanismos defensivos. Imagínense ahora una mujer embarazada en una aldea en subdesarrollo, con pobreza alimentaria. La escasez de alimentos va a provocar que el feto estimule más aquellos mecanismos de ahorro energético y de almacenaje que le permitan sobrevivir, cuando nazca, en un medio nutricionalmente hostil, preparado así, para vivir en su medio de escasez. Imaginemos ahora que ese niño, con sus mecanismos de ahorro y almacenaje, emigra a un país rico. Inevitablemente será víctima de su memoria metabólica y al disponer de abundante alimentación y estar programado para utilizar los mecanismos de ahorro y almacenaje, por supervivencia, almacenará grasa y será un individuo enfermo (hipótesis de Baker). Por tanto, según estemos genéticamente programados, no tendremos más remedio que adaptarnos a nuestro entorno, a nuestra realidad. Aquel en el que predomina el ahorro deberá contrarrestarlo con menos energía y aumento del gasto, obligando a conocer el metabolismo aproximado de cada uno para adaptar el estilo de vida.
Pero los genes de ahorro, permanecen en la memoria genética, de la que no podemos zafarnos y esa es la primera enseñanza: no podemos abandonarla. Igual que el cromosoma XY y el XX condicionan el sexo para siempre, la memoria genética nos obliga a adaptarnos permanentemente al medio ambiente adecuado. Cómo divorciarnos de los malos hábitos, cómo conocer nuestra hoja de ruta metabólica... es lo que nos queda pendiente para que, después de perder peso, no lo recuperemos.