El sueño de Brasilia

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

15 ene 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Existe una escuela en el urbanismo que está convencida de que se puede crear una sociedad perfecta únicamente a base de líneas rectas. Con esa idea en mente se diseñaron los planos de ciudades como Washington D.C. o Chandigarh, en la India, que con sus trazados debían inspirar ideales nobles en sus habitantes. Brasilia nació de ese mismo pensamiento utópico, para ser el laboratorio del que surgiría un Brasil mejor; uno que dejase atrás sus divisiones y sus injusticias. El encargado de diseñar esa ciudad perfecta, el arquitecto Lúcio Costa, se entregó a la tarea con la fe de un profeta. Decía, de hecho, que su ciudad sería un milagro. En efecto, lo fue: apareció de la nada en 1961, en tan solo cinco años.

Pero los problemas de Brasilia habían empezado incluso antes de terminarla. A medida que iba creciendo ese Brasil ideal, a su alrededor resurgía espontáneamente el real: los obreros que construían la ciudad levantaron barrios de favelas alrededor para tener un sitio donde vivir. Cuando la realidad empezaba ya a amenazar con asfixiar al ideal, el Gobierno hizo demoler esos asentamientos y expulsó del Paraíso a los mismos que lo habían creado con sus manos. E incluso cuando ya estuvo completado, en el sueño de Costa siguieron apareciendo más grietas. La ciudad era de una belleza geométrica impecable, con sus gigantescas avenidas que se perdían en el horizonte, sus grandes edificios blancos cubiertos de enormes cristaleras verdes, sus dos ejes en intersección que, vistos desde el aire, hacían pensar en un pájaro. Alojados en las alas del pájaro, sin embargo, los funcionarios del Gobierno vivían más aislados que nunca de la sociedad brasileña; mientras que el resto de la población de la urbe cada vez más superpoblada debía recorrer la enorme distancia que separa sus ciudades-satélite del centro. Por la estación central de Brasilia pasan hoy diariamente casi un millón de viajeros muertos de sueño. Las inmensas avenidas, pensadas para un futuro en el que se suponía que el coche sería un símbolo democrático, se han convertido en páramos rectilíneos barridos por el viento, solitarios y peligrosos… Y así sucesivamente. Se han hecho muchos esfuerzos por corregir los problemas congénitos de Brasilia, pero su belleza y su significado lo dificultan. En 1987, la Unesco la declaró Patrimonio de la Humanidad, precisamente para así impedir que cambiase y pudiese, paradójicamente, seguir representando el futuro.

No es que Brasilia ya no sea una utopía, sino que la utopía es un sueño del que antes o después se despierta. La semana pasada, cuando los bolsonaristas radicales asaltaron el corazón político de la capital, era imposible no ver en las imágenes de destrucción el sueño convertido en pesadilla. Los vándalos hicieron pedazos las enormes cristaleras que simbolizan la transparencia de la democracia, defecaron en las salas reservadas a la prensa, pintarrajearon la estatua que representa la Justicia a las puertas del Tribunal Supremo. Donde se había erigido la esperanza de un Brasil mejor, la masa fue dejando a su paso un rastro de cascotes, sofás incendiados, grafitis con faltas de ortografía y las obras de arte de las colecciones de la Presidencia y el Senado profanadas en medio del olor complementario de la orina y la cerveza. Dos mulatas, el valioso cuadro de Di Cavalcanti, apareció acuchillado. El magnífico reloj de péndulo del siglo XVII que Francia había regalado al rey Dom Joao VI quedó destripado en el suelo. Flotando en un charco apareció el cuadro en el que el pintor Jorge Eduardo representó bellamente la bandera de Brasil. En la tela empapada aun no se había borrado el lema que figura en el escudo: «Ordem e Progresso».