Otoño del 2017. Arde Cataluña. España sufre por una fiebre independentista, populista, iliberal: los votos solo valen si confirman lo que pienso. No me importa mandar a tomar por saco las estructuras de un Estado democrático de derecho. Y el bienestar de millones de personas.
Un president chisgarabís, Puigdemont, se asusta. Aconsejado por un lendakari prudente, Urkullu, se plantea convocar elecciones y bajar el suflé. España estaba en vilo. En los bares, en las teles y en las redes andábamos más pendientes de Sant Jaume que hoy del culebrón Piqué-Shakira. Llegaron tuits demoledores. Uno, el de un referente de la CUP, con la efigie del exalcalde de Gerona en modo anticristo. Otro, el de Rufián, aludiendo a la traición de Judas, con «155 monedas de plata».
Y pasó lo que pasó. Puigdemont se aposentó en Waterloo y se convirtió, como bien dice el profesor Barreiro, en un «pelma», que cobraba por cenar con afines. Junqueras fue a la cárcel. Pero supo influir de manera descarada en la política estatal, pactando y logrando salir de prisión. Eso no les gustó a aquellos fanáticos a los que dio alas en su estúpida reivindicación. Lo abuchean. Y le cantan: «traidor, te queremos en prisión». ¿Alguien razonable puede querer el apoyo de esa gente? ¿Y de los que votan convencidos a Vox? Mismo perro, distinto collar.