Durante siglos, el interior de la Tierra no fue cosa de científicos sino de escritores, que bajaban allí a menudo con la imaginación o hacían bajar a sus personajes. Para los romanos era el dominio de los muertos, el Averno, al que se accedía a través del cráter del mismo nombre que se encuentra cerca de Nápoles. Por él hace descender Virgilio a Eneas para que se encuentre con la infortunada Dido. Ya antes, para los griegos había sido el Hades, el lúgubre reino del dios Plutón, un lugar oscuro y húmedo rodeado por un sistema fluvial, custodiado por un perro de tres cabezas y al que solo se puede acceder en barca de pago. La barca volvía vacía, porque nadie podía salir de allí.
O casi nadie. Orfeo, por ejemplo, hizo el viaje para recuperar a su amada Eurídice, sin conseguirlo. Hércules, en cambio, sí pudo rescatar a Alceste, y hasta logró hacerse con el perro de tres cabezas y llevárselo de mascota a un amigo suyo.
Incluso cuando los viejos dioses fueron sustituidos y sus templos cayeron en el abandono, la curiosidad por el interior de la Tierra no decreció. Dante dio con otra entrada en Toscana y se encontró con que el inframundo había sido cristianizado, convertido en un lugar de penitencia en el que pecados y castigos estaban cuidadosamente ordenados. En un golpe de efecto sensacional, el poeta se acaba dando cuenta de que ese espacio subterráneo no es sino el gigantesco agujero que había hecho Lucifer, el Ángel Caído, al desplomarse desde el Cielo. Cientos de años después, todavía se sabía tan poco del interior del planeta que Julio Verne sigue imaginándoselo hueco, aunque ya no ocupado por la burocracia de la culpa, sino por un mar subterráneo en el que habita la fauna desaparecida del Jurásico. La escatología ha sido sustituida por la espeleología. Pero ese Viaje al Centro de la Tierra es la última gran fantasía del subsuelo. A partir de entonces, y desde que sabemos que no es la morada de los muertos, el interés popular por ese lugar ha decaído mucho. Tanto es así que el temible lugar donde los romanos situaban la entrada al Averno se convirtió, hace unos años, en un complejo que incluye un restaurante, un bed and breakfast y una discoteca, cuyo dueño acabó siendo detenido por la policía porque ese negocio era una tapadera de la mafia.
Excepcionalmente, estos días se ha vuelto a hablar de las entrañas de la Tierra a causa de una nueva investigación sobre el núcleo del Planeta, esa gigantesca bola de hierro de 2.600 kilómetros de diámetro que gira en su interior engrasada por una capa de hierro fundido. En principio, se publicó que el núcleo se había parado y que iba a girar en dirección contraria. Los científicos se apresuraron a aclarar que no era eso lo que habían dicho. En realidad, la velocidad de giro del núcleo va variando con el tiempo ligeramente, a veces acelerándose un poco, a veces ralentizándose, y no se cree que eso tenga grandes consecuencias. Al final, el apocalipsis, como ha sucedido tantas veces a lo largo de la historia, era un malentendido. Pero al menos ha servido para que pensemos durante un momento de nuevo en esos dominios desconocidos del interior de la Tierra. Puede que los escritores y los poetas lo hayan olvidado, pero lo cierto es que cuando los científicos lo estudian a través de la señal que generan los terremotos, los gráficos que se iluminan en sus instrumentos, con sus líneas de colores y sus espectros, son una voz fantasmal no menos misteriosa e inquietante de lo que era para los antiguos la voz del Averno.