Carlos Oroza, 100 años

Ramón Pernas
Ramón Pernas NORDÉS

OPINIÓN

ÓSCAR VÁZQUEZ

05 feb 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Tres casas más arriba, en la misma calle, tres casas más arriba de donde nació mi madre, vino al mundo aquella primavera, Carlos Oroza. Fue en Viveiro, corría el año 1923, van a cumplirse cien años. Ambos, mi madre y el poeta, fueron coetáneos. Jugaron de niños hasta que la adolescencia y la dura posguerra separó sus caminos. Carlos Oroza abandonó el pueblo, al que solo regresaría fugazmente, y recorrió las estaciones de la vida a lomos de un poema incompleto que no tenía final previsto en una estrofa.

Hay lagunas en su biografía que convierten en un mago heterodoxo de las desapariciones al gran maestro de la oralidad, al rapsoda que sanaba a quien lo escuchaba con el bálsamo de la palabra. Reaparece en Madrid, en su etapa emergente, icónica, sentado frente a una mesa del viejo café Gijón.

Enjuto, escuchándose en el eco de sus palabras, aquel bohemio señorito ligero de equipaje, pues su vida cabía en una maleta de emigrante, parecía alimentarse de café con leche y croissant, de él decían Paco Umbral y Raúl del Pozo, mientras Manuel Vicent lo retrataba «seco como un sarmiento». Fueron los años de vino y rosas, de pequeñas giras y viajes a tierras lejanas y cercanas. Admirando y acaso alineándose y siendo la voz española de la generación beat, la de Allen Ginsberg, Kerouac o Ferlinghetti. Él fue todos ellos.

Lo conocí compartiendo paseos y reflexiones en las tardes infinitas de los veranos viveirenses, en un pueblo que amaba y odiaba a partes iguales —«Viveiro es una jaula de oro, Moncho, con un cuervo dentro»—, y hablábamos con silencios prolongados, cuando su voz era un concierto de un cuarteto de cuerda, que acompañaba su sutil lenguaje oceánico con la luz de cristal de su pueblo y el mío, la ciudad que no quiso recordarlo y le hurtó una calle e ignoró que era uno de sus hijos predilectos, aunque no quiso nominarlo como tal.

Vigo fue su parada y fonda, el Vigo paseado por el más peripatético de los poetas, el que le dedicó una calle en la travesía de Príncipe y un centro escolar y una suerte de museo/boutique en la casa da Collona.

Aquel inventor de palabras que trascendieron, el rapsoda declamante que consiguió vivir en una estrofa, nos regaló azulida, que es palabra que solo habita abril y mayo.

Xavier Romero y la tribu de la asociación Evame recuperó la sombra perpetua de Carlos Oroza.

Mi madre, que nació a tres casas de la suya, aquella primavera del año 23 del pasado siglo, siempre le llamó Caroza, que no deja de ser otro neologismo.