En la época en que, de joven, me dedicaba a hacer experimentos literarios, quise comprobar si cuando al principio de La vuelta al mundo en ochenta días Phileas Fogg despide a su mayordomo el despido es procedente. Como se recordará, Mr. Fogg tiene la manía de que el agua para su afeitado esté exactamente a 30ºC. Su mayordomo se la lleva a 28, 8º C y por eso lo licencia, y acto seguido contrata a Passepartout. Así que hice entonces la prueba, provisto de un termómetro de cocina. Mi conclusión: me pareció que el agua estaba demasiado tibia para mi gusto en los dos casos, pero no pude notar la diferencia. Despido improcedente, por tanto, en mi opinión. Claro que ese episodio hay que leerlo como parte de la construcción del personaje de Fogg, que Verne nos quiere presentar en una anécdota como puntilloso, excéntrico y amante de la precisión. Es por esa forma de ser por lo que Fogg aceptará una apuesta para dar la vuelta al mundo en 80 días, perseguido por un policía que sospecha erróneamente que es un ladrón a la fuga, como cuenta esta famosa novela de cuya publicación se cumplen estos días 150 años.
También La vuelta el mundo en ochenta días fue, en sí misma, un experimento literario. Cuando leemos hoy el libro o vemos alguna de las versiones para cine o televisión nos estamos perdiendo una parte importante de la experiencia que tuvieron sus primeros lectores, y que era un aspecto crucial de la novela: antes de sacarla en formato libro se había ido publicando por entregas en un periódico, de modo que se podía seguir la historia «en tiempo real», porque el viaje transcurría al mismo ritmo que las publicaciones, para concluir en el mismo día, el 21-22 de diciembre de 1872. La vuelta al mundo se presentaba así no solo como una aventura trepidante, sino también como la comprobación de una hipótesis que entonces pocos creían verosímil: que fuese posible recorrer todo el globo en menos de tres meses. De hecho, la hipótesis era correcta por los pelos; pocos años antes no lo habría sido. Lo que ocurría es que se acaban de inaugurar el Canal de Suez, el ferrocarril trans-indio y el trans-americano. Verne sabía que el mundo había encogido de golpe.
Pero, aunque La vuelta al mundo en ochenta días es un canto a esa innovación tecnológica, al tren y al barco, una epopeya del vapor si se quiere, la máquina que la preside es otra: el reloj, ese reloj que Phileas Fogg consulta constantemente y al que quiere batir para ganar la apuesta. El tiempo, y no tanto el detective Fix, es el verdadero antagonista. Hasta poco antes de la novela los horarios habían sido un caos, cada ciudad tenía el suyo, generalmente a partir del reloj del ayuntamiento. Fueron el telégrafo y los tratados internacionales los que habían empezado a extender la idea de un tiempo universal para todo el planeta. La vuelta al mundo en ochenta días es la primera novela en la que se hace sentir esa globalización del tiempo, y su ingenioso final, en el que es la rotación de la tierra la que resuelve el desenlace, no podía simbolizarlo mejor.
Lo que nos lleva a la paradoja de La vuelta al mundo en ochenta días. Para generaciones de lectores ha sido y es la novela de la pasión por viajar. Pero Fogg es un turista antirromántico, el primer ejemplo de un tipo de viajero nuevo: el que se desentiende completamente por el lugar en el que está y se encuentra interesado únicamente en llegar a su punto de destino con la mayor rapidez posible. Verne lo presentaba como un excéntrico; hoy se lo puede ver en todos los aeropuertos. A menudo, somos nosotros mismos.