Eran las 4.17 horas. La mayoría de la población dormía plácidamente cuando la tierra tembló como nunca lo había hecho. Un terremoto de magnitud 7,8 y con el epicentro en la región de Ganzatiep sacudió la madrugada del lunes una amplísima extensión del sudeste de Turquía y el norte de Siria. Pese a que, en teoría, Turquía es un país relativamente preparado para afrontar seísmos, en el área afectada por el terremoto de la noche y su repetición por la mañana, al no ser considerada de alto riesgo, las edificaciones antiguas no soportaron el temblor. El resultado es que, pese a las cifras aportadas en una declaración inicial del presidente Erdogan, mientras escribo estas líneas los muertos ya superan ampliamente los tres millares y los heridos multiplican este número. A la vista de la masiva caída de edificios como si fueran castillos de naipes, y con la previsión de que se sigan produciendo réplicas, unido a la dificultad de los rescates, que tienen que hacerse con muchísimo cuidado y lentitud, las cifras serán muy superiores.
Más triste, si cabe, es la situación de las áreas afectadas en la zona kurda de Turquía, donde el Gobierno no solo mantiene la restricción de acceso, por lo que los medios de comunicación no pueden informar sobre ella, sino que la limitada cuando no nula inversión en infraestructuras y equipamientos puede dificultar aún más el rescate de personas atrapadas.
Pero lo realmente lamentable es el estado de la zona norte de Siria, donde tras un durísimo invierno, que ha puesto al límite de supervivencia a los cientos de miles de refugiados, la ayuda solo es aportada por las ONG sobre el terreno, con todas las limitaciones que el Gobierno de Damasco ha impuesto a la región. Declarada área de desastre natural, llueve sobre mojado sobre una población castigada por diez años de guerra y represión, y a donde la ayuda, previsiblemente, llegará tarde, mal y a cuentagotas. No es de extrañar que hasta los propios sirios hablen de maldición.