Se inaugura estos días la mayor exposición que se haya organizado nunca de la pintura de Vermeer, el pintor favorito de tantos; entre ellos Dalí, que se hizo pintor porque su padre tenía una reproducción de La encajera en su despacho; e incluso Hitler, que se compró de su bolsillo La alegoría del arte. No serán muchos cuadros, los de esta exposición, porque de Vermeer solo se conserva una treintena. Quizá no pintó muchos más. Solo los hacía por encargo de mecenas y hasta es posible que fuese un pintor de fin de semana que vivía de otra cosa. No lo sabemos, porque de Vermeer, la esfinge de Delft, no se sabe apenas nada, ni siquiera cuándo nació exactamente. Ese misterio ha sido una tentación para los falsificadores, que han creado algunos de sus cuadros más famosos antes de ser descubiertos. De modo que Vermeer tiene el raro privilegio de que todo lo que conocemos de él es su obra, esas estampas de vida cotidiana pintadas como por un fotógrafo de antes de la fotografía, de puntillista de antes del puntillismo, de un hiperrealismo que parece el de un Antonio López del siglo XVII. Pero en las imágenes que me llegan de la exposición, a mí se me va la mirada siempre al azul, ese azul del cielo de Delft o el del turbante de La joven de la perla, que es esencial para la atmósfera íntima de los cuadros de Vermeer.
El azul ultramarino es un personaje de la historia del arte por derecho propio. El color más caro del mundo se extraía del lapislázuli, «la piedra del cielo». Aunque hay algunas otras minas en el mundo, solo las de Afganistán proporcionaban ese tono vibrante e intenso que competía en brillo y precio con el oro. Es el color de las cejas de la máscara funeraria de Tutankamón y el que usaba Cleopatra para resaltar sus ojos, el que se ve en algunos tempos budistas de China y la India. A Europa llegó lentamente a lomos de camellos y burros por la Ruta de la Seda hasta Venecia, donde los pintores de la Serenissima casi lo monopolizaban. Pero donde se le ve en toda su gloria es en Padua, donde Giotto pintó el cielo en el techo de una capilla, un firmamento de azul ultramarino tachonado de estrellas de oro. El azul ultramarino, en fin, cambió el color de los ropajes de la Virgen y Jesucristo, que durante siglos se habían imaginado en bermellón. Su rastro se puede seguir también en los contratos de los artistas con sus patronos, donde se especifica cuidadosamente la cantidad exacta de pigmento ultramarino que se va a emplear en un cuadro. Rafael tenía buen cuidado en reservarlo únicamente para la capa final. Miguel Ángel dejó inacabado su Sepelio porque no disponía de él. Y Vermeer, precisamente, se enamoró del ultramarino hasta el punto de que se arruinó por utilizarlo con tanta largueza.
La aparición del azul de Prusia, y luego de los colores sintéticos, desplazó al ultramarino hace ya mucho. Hoy solo lo emplean los pintores griegos y rusos de iconos y las minas de lapislázuli están en manos de los talibanes. El ultramarino se ha quedado como un color de otro tiempo, asociado para siempre con las ensoñaciones de los grandes maestros. No habrá nunca otro cielo del color del de Delft de Vermeer, ni siquiera en Delft. Y quizá ni siquiera en Vermeer. Porque, aunque el azul ultramarino resiste mejor que otros colores, no es completamente inmune al paso de los años. Los expertos han podido comprobar que con los años va perdiendo parte de su intensidad, y que, aunque la joven de la perla no envejece, al azul de su turbante va palideciendo lentamente con el frote de la yema del índice del tiempo.
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