La noria del Prater

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

19 feb 2023 . Actualizado a las 10:08 h.

Una vez más vi en la televisión El tercer hombre, el clásico de Carol Reed de cuyo rodaje se cumplen 75 años. Hace poco se publicaba una lista de las mejores películas de la historia y pensé que, si me hubiesen preguntado a mí (que no tienen por qué) habría elegido esta historia sobre un escritor de novelas del Oeste (Joseph Cotten) que va a la Viena de justo después de la Segunda Guerra Mundial a encontrarse con un amigo de la infancia (Orson Welles) que resulta ser un estraperlista de penicilina adulterada. No digo que sea la mejor película de la historia, sino que es la que yo elegiría a bote pronto, que es como resulta posible una simplificación así. El guion de Graham Greene es redondo y tiene prácticamente de todo: intriga, romance, política, reflexiones morales, a Alida Valli… y la cinematografía es grandiosa en su combinación de expresionismo y cine negro. Viena es ahí una idea más que un lugar: la ciudad hambrienta de la inmediata posguerra, con sus fronteras interiores entre los sectores controlados por los ejércitos ocupantes convertidas en metáfora de la incomunicación humana.

Pero mi preferencia por esta película tiene también algo de personal. Cuando era niño, mi padre, que era muy cinéfilo, me la contó con todo detalle; y cuando la vi finalmente, más que un visionado fue un reencuentro, porque era exactamente como me la había imaginado. Incluso recordaba muchas frases de los diálogos; sobre todo el que constituye el momento central de la película, cuando el canalla interpretado por Orson Welles le explica su filosofía de vida al ingenuo escritor de novelas de quiosco, los dos en lo alto de la gigantesca noria del parque del Prater. «Mira ahí abajo. ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejase de moverse?... Nadie piensa en términos de seres humanos. Los gobiernos no lo hacen, ¿por qué íbamos a hacerlo nosotros? Hablan del pueblo o del proletariado y yo de los tontos y los peleles, que es lo mismo». Entre otras cosas, el cine es el arte de elegir un lugar para que lo que suceda allí signifique algo, y la elección de esta cabina en una noria parada sobre una ciudad destruida por la guerra y dividida por las ideologías es perfecta: una herramienta del ocio convertida en el cínico Olimpo de un dios lúcido y cruel, que no otra cosa es el cinismo. Toda la película está llena de esta clase de aciertos, para culminar en la famosa secuencia en la que el personaje de Welles huye por el alcantarillado de Viena perseguido por las policías de varios países. Es en esa versión actualizada del averno, literalmente en el inframundo, con una iluminación de Caravaggio y un montaje de planos inclinados, donde se resuelve el drama moral.

Como la noria del Prater, la película es circular y termina donde había comenzado: en el inmenso cementerio Zentral-Friedhof. Lo que primero era una muerte fingida es ahora verdadera, y entendemos que toda la película es la corrección de ese error del destino. Y entonces viene uno de los mejores finales de la historia del cine: Joseph Cotten espera a que llegue Alida Valli por el camino del cementerio, rectilíneo, infinito, flanqueado por tumbas y árboles desnudos de los que caen las últimas hojas. La cámara permanece fija mientras la mujer, al principio apenas un punto lejano, va hacia ella. La escena es deliberadamente larga para que meditemos sobre la idea del perdón. La mujer pasa de largo sin siquiera mirar al hombre. Él, sin moverse de donde está, saca un pitillo y lo enciende. Y el humo de tabaco, una nubecilla entre las hojas que caen, es el final.